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domingo, 22 de marzo de 2015

MEDIA HORA EN COMISARÍA. HISTORIAS DE MARIANO DE MEER

Media hora en comisaría



OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS

16:30 HORAS

En la oficina de objetos perdidos el que parecía estar más perdido era el oficial de policía. Para el agente Orange la tarde había empezado interesante. Tres personas se habían presentado casi a la vez, apenas abierta la ventanilla de atención al público. No se conocían entre sí ni mostraban intención de hacerlo, desde luego. A regañadientes, se habían sentado bien lejos unos de otros y sus miradas perdidas seguían trayectorias que no iban a coincidir en aquella comisaría. El policía les había dicho que tenía que consultarlo, que no se le desesperaran, que el oficial al mando ya estaba viniendo para allá, que no, señor, que aquí no se puede fumar y que si son tan amables, mejor se quedan ahí sentados en la salita el tiempo que sea necesario.
Se trataba de dos hombres y de una mujer. Al agente Orange la chica le parecía atractiva y uno de los tipos le cayó simpático. El otro individuo se había dirigido a él de manera grosera y descarada desde el momento en el que se asomó a la ventanilla. Los tres estaban tensos como la ropa mojada cuando está bien tendida. El inspector jefe llegaría en cualquier momento. ¿Qué iba a decirle el bueno de Orange? La mujer y los dos hombres, sentados a la fuerza, parecían estar luchando interiormente por descifrar lo que fuera que los había traído hasta allí. Orange no era muy perspicaz ni se caracterizaba por su aguda intuición o su vasto conocimiento de la psicología humana. Su trabajo en la policía era más de oficina que de campo. No obstante, no había que ser un lince para averiguar que aquellas tres personas no buscaban en sus pensamientos otra cosa que no fueran argumentos para adjudicarse la propiedad de un mismo objeto.

– ¿Me quiere usted decir, Orange, que los tres están aquí para reclamar el mismo dispositivo? –espetó el recién llegado inspector jefe de policía a su subordinado.
–Un móvil de última generación, con claras muestras de haber recibido un impacto y sucio como un cubre manteles en la casa de un soltero, señor inspector –contestó Orange, mientras ponía en manos de su superior aquel teléfono móvil. El policía siguió al inspector hasta su despacho. Antes de cruzar la puerta, echó un último  vistazo. La sala de espera se le antojó al agente Orange la sala de banquetes del palacio de la desdichada Penélope. Desde que leía a los clásicos a Orange le salían símiles como atestados.


I

La única manera de salvar mi empleo es que ese dichoso aparato deje de existir. La jefa me la tiene jurada y no hay derecho a que venga el maldito poli y me tenga aquí atado a esta silla y comiéndome la cabeza. Llevo un año impecable de repartos y en la oficina me empiezan a tomar en serio. Y Rose me ha perdonado. Se lo noto en los ojos, que le brillan cuando le suelto mis frases. Este domingo quiero llevármela a cenar y he reservado y todo. Pero si no arreglo esto, ni cena, ni Rosita, ni trabajo.
¿Quiénes son esos dos? No entiendo por qué tampoco los han despachado. Este policía es bastante simple. Parece como si lo hubieran sacado de Twin Peaks. A Rose le apasiona esa serie y le encanta que la veamos juntos. Tiene más años que la moneda de cinco centavos pero a mí me da igual. Son ratos que aprovecho para estar con ella. Estuvo muy feo lo que le hice hará cosa de un año. Te pusiste nervioso y la golpeaste, es lo que me he dicho siempre. No había manera de que se calmara, estaba histérica. Pero levantarle la mano y golpearla… Eso no me lo he perdonado nunca, aunque ella parece que sí lo ha hecho. Es más buena…
Los demás en la oficina de Correos no son tan benévolos. La jefa está esperando a que cometa un solo error para despedirme o relegarme, que ya es difícil. No sé que hay por debajo de un simple repartidor pero seguro que ella encuentra algo. Por eso tengo que arreglar lo del dichoso celular. Este envío me va a costar muy caro. Si pudiera conseguir que el teléfono móvil simplemente desapareciera… No tengo ni idea de por qué el idiota del policía no me lo entrega de una vez. ¿A qué está esperando ese memo?
Esta misma mañana me encargaron esta entrega. Era un paquete para una zona residencial. No sé por qué en este país los sietes los hacen igual que los unos. Es la dichosa manía de no poner una rayita cruzando el palo alto. Por eso me equivoqué. El número era el 171 de Redwood Street y yo dejé el paquete en el número 111. Continué mi ruta y volví a la oficina para recoger mis cosas y marcharme. Entonces leí una notita de Rose. El domingo a las once. ¿Para cenar? No podía ser. Pero ella ya se había marchado, así que le pregunté a Frankie, en ventanilla. Se rió de mí y me dijo que allí ponía a las 17 horas, que a ver si me espabilaba ya, con tantos años como llevaba en este país, que si es que los portorriqueños éramos retrasados o qué. Entonces caí en la cuenta. Había equivocado el envío. Recordé las palabras de la jefa. Un error más, Israel, y estás en la calle. Tenía que recuperar ese paquete antes de que fuera demasiado tarde. Y aquí estoy. Meándome, por cierto. Me voy al servicio y así estiro las piernas. En vista de que no me dejan fumar…

II

            Ese tipo de ahí no hace más que mirarme el trasero. Voy a dejar de pasear y sentarme de una vez y le evito la tentación. Qué asco. Está sudando como un pollo. El policía ha sido bastante atento pero ineficaz. Ni una explicación. Simplemente que esperara, que tenía que comprobar no sé qué y que tenía que hablar con sus superiores. Pues bien, al otro policía lo ha llamado inspector, así que no sé a qué espera para devolverme el dichoso teléfono. Con solo que me lo dejen un minuto puedo hacer que toda esta historia se borre para siempre. No necesito más que unos cuantos segundos y no tendré que preocuparme de nada.
            Siempre he sido muy impulsiva y eso de pensar las cosas dos veces no ha sido mi fuerte. Mamá me lo ha dicho siempre y mi primer marido opinaba igual. No es mi único defecto. Tengo una colección entera, pero a John no le importa lo más mínimo. Es tan bueno conmigo… No le importa que llegue tarde, que me compre más de una tontería en Macy´s o que me olvide de responder a sus llamadas cuando estoy con mis amigas. No me lo merezco, eso es verdad. Es tan cariñoso y detallista. Es un cielo y voy a perderlo. Estoy convencida: va a dejarme. En cuanto descubra todo lo que le he dicho se retirará de la escena, me dirá adiós sin un beso y delicadamente romperá conmigo. Es horrible lo que le he hecho. Me siento sucia y despreciable.
            Me han entrado ganas de llorar pero aquí solo hay un baño y está ocupado por el chico del mono de US Postal Service, un hispano muy guapo al que han sentado aquí también. Muy diferente al creído de enfrente. No le ha hecho gracia que me sentara porque le he aguado la fiesta. No es el primero al que decepciono. John puso una cara parecida cuando le dije que necesitaba un tiempo, que quería pensar bien las cosas. Es la mayor tontería que podía imaginar. Después, solo faltó que le llamara y le dijera todo aquello que le dije. No contestó al teléfono pero saltó el contestador y le dejé aquel horrible mensaje. Me siento fatal y nunca debí hacerlo. Él no se lo merece y yo lo necesito más que nunca. Nada más dejar el mensaje me arrepentí y corrí hacia su casa. Esperé en la calle a que saliera a correr al parque, como cada domingo. Salió a la calle, puntual como un reloj. Suele utilizar el móvil para escuchar música y lo llevaba en el bolsillo del pantalón. Cuando iba a saludarlo y estaba pensando ya en una excusa para hacerme con el teléfono sucedió algo inesperado. El móvil se cayó al suelo sin que él se percatara. De hecho, empezó a correr como si nada. Cuando fui a recogerlo me di cuenta de que aquel móvil era nuevo. No me había dicho que estrenaba móvil. No pude observarlo con detalle porque aquel tipo de las gafas de sol se me adelantó, cogió el móvil del suelo y se lo llevó consigo. He tenido que seguirle la pista al dichoso teléfono hasta acabar en esta comisaría. Es de locos. He entrado justo después del tipo de la camiseta sudada y la mirada sucia. Hubo un momento en que he pensado que iba a perderlo.
En cuanto salga ese policía voy a conseguir que me devuelva el móvil y voy a borrar mi desafortunado mensaje. John nunca sabrá lo que yo le dije y me seguirá queriendo. Será como si nunca le hubiera dicho todo aquello. Lo quiero tanto que no puedo perderlo por un arrebato como el que me dio esta mañana. Si llegara a escucharlo… No puedo permitirlo. Tengo que recuperar su móvil y borrar ese maldito mensaje con el que terminaba con él definitivamente. Por suerte él perdió el móvil esta mañana y yo estoy a punto de recuperarlo y arreglarlo todo.


III

            Este policía es idiota. Con todas las letras. Me recuerda al hombrecillo de las gafas de sol y aspecto bobalicón de esta mañana. Lo último que hubiera pensado de él es que fuera un investigador privado. Pero así es. Es el tipo al que había contratado mi mujer para sacar unas fotografías y arruinarme la vida. Cuando bajé del motel para robarle la cámara me dijo que no había usado ninguna, que se había hecho con un teléfono móvil que un incauto había perdido en plena calle y la resolución era aún mejor. Cuando lo amenacé se asustó como un conejillo y se llevó la mano al bolsillo para entregármelo. Entonces se le cayó al suelo y, sin tiempo para recogerlo, un señor se agachaba con agilidad y se llevaba la prueba del delito, alejándose de nosotros a grandes zancadas. Era el dueño del motel en el que todavía me estará esperando la chica. No me acuerdo de su nombre. El caso es que he seguido al tipo que se había hecho con el móvil a una distancia prudente y he acabado en una maldita comisaría.
Si el estúpido policía me da por fin el dichoso aparato podré borrar todas y cada una de las fotografías. Mi querida mujercita no sabrá nunca de mis escarceos. No son más que deslices insignificantes que me debo a mí mismo. La carrera política desgasta mucho y uno necesita estimularse de vez en cuando. Cualquiera puede entenderlo. No obstante, ella no es cualquiera y esto podría costarme el matrimonio y el futuro político.
            Yo la quiero más que a nada en el mundo. Estar con otra mujer no cambia esa premisa general. Tenemos dos niños maravillosos y somos la envidia de toda la comunidad. Cuando nos trasladamos a Redwood Street nadie sabía de nosotros y fue una tarea ardua la de hacernos un hueco entre los vecinos del barrio. Mi esposa tiene un don especial para las relaciones sociales y yo simplemente lo aprovecho. Ella es feliz de ver que su habilidad me reporta grandes beneficios y está encantada de favorecer así mi carrera. No hay vecino que no me dedique su mejor sonrisa o me hable de lo encantadora que es Suzanne. A veces me sorprende lo que puede conseguir esa mujer que se casó conmigo sin un atisbo de duda. Por todos los santos, no puedo perderla. Tengo que arrancarle el móvil al policía y borrar aquellas fotos comprometedoras. ¿No me ha llamado hoy Suzanne para decirme que aún no ha llegado aquel móvil de última generación del que yo me había encaprichado y que ella iba a regalarme para mi cumpleaños? La pobre estaba tan afectada… Iba a ser una sorpresa y ahora… No la merezco, la verdad. Cuando termine todo este asunto voy a llevármela a algún buen restaurante y matarla de cariño. Pero primero tengo que deshacerme de las dichosas fotos.
            Suzanne me quiere con locura pero no es tonta. Todo lo contrario que el investigador privado que había contratado para que me espiara. Ella intuía que yo le estaba siendo infiel y había pagado un dineral para que le consiguiera pruebas. No tuve que apretarle demasiado las tuercas para que cantara. El tipo es medio retrasado. Me había seguido hasta el motel de carretera y se había apostado cerca del Diner para sacar unas cuantas fotografías con la modelo a la que había arrastrado desde la inauguración de la residencia de ancianos. La chica era mona y yo estaba harto de tanta baba y tanta sonrisa falsa. Simplemente le dije que iba a ayudarla en su carrera y casi le faltó tiempo para meterse en el taxi y acompañarme hasta aquella habitación. No me costó mucho descubrir que alguien estaba observándonos desde el aparcamiento.
            Lo más gracioso es que el hombre al que mi mujer había contratado era un desastre en toda regla. Había perdido su cámara de alta resolución y había tenido que improvisar. Le había robado el móvil a un tipo en ropa de deporte en plena calle y había salido corriendo. El móvil llevaba un golpe interesante pero funcionaba perfectamente, me dijo. Hacía unas fotografías excelentes. Lástima que, atemorizado por mi presencia, el teléfono se le había caído en el aparcamiento y él había huido justo cuando el dueño del hostal se alejaba con el teléfono. Ese es el dueño que recogió el teléfono y se acercó hasta esta comisaría. Seguramente el dueño del motel necesitaba ganar puntos delante de la policía para continuar con sus actividades clandestinas porque si no yo no me explico tanta premura y tanta diligencia para entregar aquí el teléfono olvidado en plena calle. No aguanto más. Voy a pedir que me lo devuelvan ahora mismo.

17:00 HORAS

            Por fin se abrió la puerta del despacho del Inspector Jefe de Policía de Easthampton. El agente Orange sabía cuál era la tarea encomendada y cómo hacer que aquellos tres individuos prestaran declaración. El inspector había sido muy claro: había que descubrir qué había ocurrido con ese teléfono y por qué estaban allí aquellas tres personas. Para esclarecer los hechos bastaba con escuchar los tres testimonios, usar sus habilidades como funcionario de la policía y atar cabos. Él podía hacerlo perfectamente. El agente Orange dedicó una sonrisa a su superior y extendió esa sonrisa a toda la audiencia allí congregada: el tipo agradable, la atractiva señorita y el impresentable de la camisa empapada. Cuando iba a disponerse a llamar a este último para interrogarle, el teléfono móvil que llevaba en su mano derecha se deslizó y fue a parar al suelo. La batería salió despedida y el resto aterrizó sobre el cubo de fregona que las limpiadoras habían dejado preparado para la limpieza vespertina. Le salpicaron unas gotas. El móvil había quedado inutilizado. Mal asunto. El agente Orange sería expedientado pero ninguna de aquellas tres personas que esperaban en la comisaría de policía iba a estar allí para verlo. Tres suspiros de alivio desaparecieron de aquel lugar para siempre y se fueron a sus respectivas casas, a vivir sus respectivas mentiras. Al fin y al cabo, el policía a cargo de la oficina de objetos perdidos les había salvado la vida.  Siguiendo con una de sus analogías, el agente de policía le comentaría esa noche a su novia que, mientras que todo el mundo acudía a la comisaría para recuperar lo que había perdido, él iba a ser el primero que había ido allí para perder algo. El agente Orange estaba hablando de su empleo.

sábado, 7 de marzo de 2015

PRESENTADO EL TERCER TOMO DE DESPOBLADOS DE HUESCA DE CRISTIAN LAGLERA



HISTORIAS DE MARIANO DE MEER. LA APUESTA



domingo, 1 de marzo de 2015


¿A qué no eres capaz de...?



LA APUESTA

            Es simple. Mi compañero de cañas y letras me dijo anoche que no iba a ser capaz. Por eso estás leyendo este relato. El colega ha tenido la osadía de retarme, de ponerme a prueba. No puedes decirle a un aragonés ¿A que no…? y luego esperar que uno se quede con los brazos en blanco y las neuronas cruzadas. No, señor. Hoy voy a superarme y nada va a distraerme. Se cree el tío que voy a rendirme pero nada más lejos de la realidad. Soy capaz de hacerlo y voy a demostrárselo a él y a ti también, por supuesto. Cuando termines de leer me vas a dar la razón. Estoy convencido. A mí nadie me dice lo que me soltó mi amigo anoche, "a que no hay...". Tengo los folios y el lapicero. No necesito más.
            ¿Nunca te ha pasado que te quedas mirando la televisión y ni te enteras de lo que están echando? ¿O que te pones a cotillear en las redes sociales y se te pasan las horas? La vida es lo que te sucede mientras le das a “Me gusta” en Facebook. Ahora tengo el móvil apagado y escribo en un trozo de papel. No hay televisión ni radio y no me funciona la red. Cuando suelto esta frase siempre me imagino a Spiderman en algún apuro. Eso es bueno. Solo necesito mi  imaginación. Nada más. Aún no ha anochecido, así que no me hace falta encender una lámpara para escribir. Hay un silencio maravilloso aquí dentro. He desconectado hasta la nevera, para no escuchar un solo ruido. No creo que a la tarrina de margarina a la que le doy un par de tostadas de vida, o que al bote de ketchup del revés que siempre se vence cuando abro el frigorífico porque ya no pesa, o que a la mitad del limón amarillo terroso les vaya a importar si desenchufo el aparato. Las persianas están bajadas porque la luz me molesta después de la nochecita de ayer. Solo tengo subida la persiana de mi cuarto.
           
            Hoy me he propuesto llevarlo a cabo y dentro de una hora lo habré conseguido. Bueno soy yo. Cuando se me mete algo en la cabeza… O cuando me tientan… Mi amigo el escritor decía que era imposible, que no iba a conseguirlo, que ni lo intentara… El reto era doble pero yo podía con eso y con más. Con la emoción se me ha caído media magdalena al suelo y he estado a punto de tirar el café. Menos mal que la bella Easo estaba tan dura que no ha soltado ni una sola miga y el suelo ha quedado igual de limpio. El café está tan aguado que si se hubiera derramado no hubiera hecho sino aclarar el piso. Creo que estoy exagerando más de la cuenta. Pero eso está bien. Si algo va a ayudarme a cumplir la apuesta es abandonarme a los recursos de la fantasía.
            Me duele un poco la cabeza. Anoche salí con mi amigo y bebimos demasiado. En aquel bar pedimos algo más que la cuenta. Lo mejor fue la frase que le solté a la camarera. ¿Qué te pongo? Me pones malo, preciosa, creo que le respondí. Fue justo después de contestarle a mi colega, que quería saber si la cerveza que me había pedido merecía la pena, y me había lanzado la pregunta "¿está buena?". Era la sexta cerveza de la noche y fue la última y recuerdo lo que le contesté, mirando a la chica de la barra, que buena no, lo siguiente, pero que el número de teléfono de esa preciosidad me pertenecía. Reconozco que yo ya estaba para cerrar la noche y que no me esperaba que mi amigo me saliera con aquello. Por supuesto que acepté la apuesta enseguida.
El caso es que la cerveza era horrible y me tomé unas cuantas. Ayer pagué las cañas y hoy estoy pagando una resaca de manual. Me parece que todo me da vueltas. Como ese ventilador de los chinos que no sirve más que para hacerle la raya a las pelusas. En cuanto encuentre un momento lo bajo al contenedor y lo licencio. Es tremendo lo que se acumula en una casa hasta que nos decidimos a hacer limpieza. Todos tenemos un Diógenes en nuestro interior al que de vez en cuando hay que amordazar y meter bajo tierra. Creo que el ordenador le va hacer compañía al ventilador. Por eso he preferido escribir esto con lápiz y papel. Eso me recuerda que tengo que explicar lo del doble reto.

            Estábamos en el bar mi amigo y yo, los dos únicos tipos que se ponen a hablar de lo último que han escrito y a teorizar y a soñar con premios y ediciones cuando alrededor no hay más que música a toda potencia y hermosas mujeres y cazadores de presas. Acababa yo de regresar del baño.  En el servicio había papel en todas partes menos en el rollo donde se debía usar. La puerta tenía una cicatriz que cruzaba la hoja y al pestillo le faltaba el cilindro para cerrar por dentro. Siempre te queda la opción de estirar la pierna y bloquear así la entrada. Por si acaso. No había manera de que saliera agua caliente y el agua fría estaba congelada. Cuando volví de los lavabos, mi recorrido desde los servicios hasta la barra no tuvo nada que envidiar a la curva más peligrosa del circuito de Mónaco. Lo triste es que el bar es un largo pasillo que va en línea recta desde la entrada a los lavabos. Pero a esas alturas llevaba ya cinco cervezas y se me habían bajado a los bolsillos y subido a la cabeza. Mi amigo no iba a dejarme dinero porque lo único que llevaba suelto era al perro. Eso quería decir que solamente podía pagar una última ronda y despedirme. Sin embargo, allí empezó la conversación que me ha llevado hoy a pelearme con el malestar, el sueño y la sequedad de boca y me ha puesto delante de estos folios.
            He tenido que salir al rellano porque una vecina se ha vuelto a dejar la puerta abierta y toda la comunidad nos conocemos a la perfección el menú que la buena mujer cocina durante la semana. Ayer tocó cocido. Lo malo es que está muy sorda y no hay manera de conseguir que cierre la maldita puerta. Una sorda en el edificio garantiza al menos dos afónicos por planta. Eso me dijo una vez una amiga. Lo cierto es que la vecina, que cocina muy bien y cuyo cocido huele que alimenta, está más sorda que una tapia. En realidad, he visto tapias más predispuestas a escuchar que mi vecina. Este edificio esconde auténticas joyas de la humanidad. Un día tengo que espiar un poco y sacar material para una novela o un documental de esos que dan por la tele. Por cierto, la tele sigue apagada y el ordenador sin batería. El móvil en silencio y escondido en el salón. ¿Qué no iba a ser capaz de superar este reto? Mi amigo el escritor está a punto de perder una cena con copa y puro. Miro ahora el reloj y queda menos de un cuarto de hora. Esto está casi hecho. El reloj avanza inexorable y voy a conseguirlo.

            Está bien. Voy a revelar en qué consistía la apuesta. Quedan diez minutos y mi Viceroy nunca me engaña. Aunque yo creo que retrasa. Viendo el reloj me acuerdo del relato del concurso que ganó mi amigo. Por eso se atrevió ayer a retarme y, cuando volví del baño, me soltó de repente que no iba a ser capaz de escribir un relato tan bueno como el suyo. No, no iba a ser un relato convencional. No tenía que elegir una categoría o un tema ni describir una situación o unos personajes. Mi amigo me retaba a escribir un relato muy particular, diferente a todo lo que yo había escrito antes. Yo no veía la manera de hacer semejante estupidez pero entonces me dijo aquello de ¿a qué no eres capaz de…? En ese momento me aposté esa cena, apuré la última cerveza, pedí la cuenta y el número de teléfono a la camarera y me fui a mi casa. Solo me llegó la cuenta. Regresé a casa y me acosté. He dormido como un tronco y ya estoy poniendo punto y final al relato.
           
            Que casi se me olvida mencionarlo… El reto consistía en lo siguiente. Uno: escribir sin recurrir a las nuevas tecnologías. Vamos, en papel, que a veces mi amigo es un poco cursi. Dos: debía escribir una historia cuyo único objetivo fuera mantener la intriga. Ni crimen por resolver, ni experiencia que analizar, ni recuerdo que desmigar o aventura a la que asomarse. Sin comienzo, nudo y desenlace. Nada. Mi amigo quería solamente que los lectores quedaran enganchados, que se preguntaran algo desde el principio y buscaran sin descanso la respuesta. Y que al final descubrieran que el relato no era más que la demostración de aquel desafío. No necesitas un gran tema o una increíble historia. Esa era la parte más difícil. Me parece que te estoy viendo la cara y, no sé, que hayas llegado a este párrafo ya lo dice todo.

Tengo que hablar con mi amigo y decirle que vaya ahorrando para el sábado. Y que nada de tirar de menú. Y espero que la vecina no haga cocido esa tarde, que no quiero llegar sin hambre.