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viernes, 24 de enero de 2014

PRESENTACIÓN DE "HISTORIAS DE HUMO" EN MADRID

El día 31 de enero se presenta el libro de Mariano de Meer en el Hotel Wellington de Madrid.

ARTÍCULO DE MIGUEL GARDETA

Hace unos meses aparecía publicada una tímida reseña de dos párrafos en un par de medios aragoneses. Un investigador aragonés lideraba un equipo de lucha contra el cáncer de laringe y por lo visto, sin entrar en tecnicismos que tampoco entiendo, habían hecho unos avances que podrían beneficiar a corto plazo el diagnóstico de los pacientes con ese tipo de enfermedad.
Pero nadie se hizo eco de ello. Estoy de acuerdo con que es un tema a tratar en las revistas de corte científico pues, por el vocabulario y la complejidad, no es para hacer un “informe semanal”, eso está claro. Pero ni siquiera Antena Aragón, Antena 3, La 1, en sus telediarios tienen hueco para un rayo de luz entre tanta basura. ¿Qué quieren que les diga? Yo me quedo frío pensando en ello. 
Estamos hartos de oír por los medios de comunicación que la fuga de cerebros es un hecho comprobado y contrastado en nuestro país. Incluso yo mismo, si es que a lo mío se le puede llamar cerebro, probé suerte fuera.

El rey llama a un médico que está trabajando en Estados Unidos para que lo opere. Las grandes mentes científicas, formadas en nuestras universidades, se van a la mínima oportunidad porque aquí, por no haber, no hay dinero ni para invertir en la lucha contra el cáncer. Luego los premios “Príncipe de Asturias” se los damos a científicos extranjeros, y yo me pregunto:

Próximo libro de Miguel Gardeta

¿Seguimos pensando que lo de fuera es mejor que lo que tenemos en casa?
A la vista está que los prostíbulos siguen proliferando por las carreteras de toda España; que si los jóvenes deciden marchar del pueblo ya no se van a la capital sino a Londres; que si nos encontramos con un senegalés por la calle giramos la cara, pero ¡ojo!, no sea un norteamericano, que le dedicaremos una alabanza en forma de felación dialéctica. 
Sinceramente pensaba que esto era cosa del pasado; de un pasado donde nos sentíamos a la cola de Europa, a la cola del mundo y cualquier cosa que venía de fuera nos parecía mejor concebida; mejor ideada; mejor manufacturada; más resistente; más confiable. ¿Marca España?, ¿qué es eso? En España construimos igual o mejor que en el resto de países; en España creamos ideas igual o mejores que en el resto del mundo; el submarino, la fregona, el chupa chups... todos inventos españoles. Y si nos ponemos a hablar de personalidades, cada uno en su campo, no terminamos hoy. Entonces, ¿qué ocurre?, ¿por qué despreciamos lo que tenemos?, ¿por qué no somos capaces de descubrir que en suelo patrio se hacen cosas de lo más interesantes?
Sin embargo, no duele ver que seguimos mirando la frontera como el chaval de la canción de Nino Bravo. No, lo que realmente duele es la frustración de encontrar gente realmente válida; gente que está haciendo su trabajo honradamente, y lo están haciendo bien; gente que, como decía Borges, están salvando el mundo y nosotros ni siquiera nos enteramos. Es cierto lo que decían del cuarto poder refiriéndose a los medios de comunicación; nunca lo he negado y no voy a empezar ahora. Pero, incluso aquí, en Aragón, ¿omitir la existencia de alguien que está haciendo un trabajo tan fascinante como el que he comentado?

No lo entiendo...
Durante meses he estado esperando y albergando la esperanza de no tener que escribir estas líneas. Buscando en los medios ese eco que esperaba se hiciera realidad, contándonos las bondades de los descubrimientos o al menos insuflando algo de energía positiva a esta situación que nos desborda a muchos. Finalmente se ha impuesto la tónica habitual para este tipo de casos en nuestro país. Y es que no me canso de repetir que tenemos lo que nos merecemos.

GALERÍA DE ESPEJOS. RELATO DE MARIANO DE MEER.

Galería de espejos. Antología de micro relatos



LA SAL

            Te has reído. No estoy tan mayor como para no darme cuenta de las cosas. Lo he visto con mis propios ojos. Te has reído y, aparte de que me he mordido la lengua para no señalarte lo vieja que te hace esa sonrisa, te he entregado el recipiente sin poder apartar la vista de él. Sin embargo, tú no has podido callarte. Esta vez no era otro de tus consejos. Simplemente, nunca te había devuelto un favor tan rápidamente. No tenías que haberte molestado, has dicho, mientras recogías el paquete de sal gorda que me habías ofrecido generosamente el día anterior, a la hora de la cena. Somos buenas vecinas pero ambas sabemos que cuando se cierra la puerta de nuestras casas comenzamos a despellejarnos mutuamente. Así ha sido siempre: una sonrisa, un piropo y un par de besos nada más encontrarnos; un rostro concentrado, unos ojos irritables y pensamientos vengativos en el mismo momento en el que nos despedimos hasta que nos volvamos a ver. Y eso no es difícil, porque vivimos puerta con puerta desde siempre.

            Te has reído pero yo me reiré más mañana, cuando no seas tú quien me llame para pedirme sal, cebollas, unos ajos o cualquier otra cosa porque ya no tendrás fuerzas para salir de casa. Y eso solamente será el principio. Después, y en este orden, según había leído yo en internet mientras elaboraba el preparado y lo extendía por el recipiente para la sal que te había pedido,  las náuseas, el vómito, la fiebre, las alucinaciones y la parálisis que acabaría interrumpiendo los movimientos de tu corazón. Alguna vez te había comentado lo poco saludable que había considerado siempre tu empeño por echarle sal a todo. Algún día ese hábito te acabará matando, había llegado a decirte. Mañana se confirmará que no me equivocaba. Las buenas vecinas procuran darse buenos consejos. No he podido evitar sonreír cuando he tenido este pensamiento delante del espejito del pasillo. Me he dado cuenta de lo vieja que me hace esta sonrisa y de que tú no has dicho nada hace un momento callándote un comentario que seguramente te morías por hacer.
            También me he dado cuenta, durante la cena, mientras aliñaba a mi gusto la ensalada, de que no recuerdo si he sido yo la que te he devuelto la sal o si ha sido al revés.

miércoles, 8 de enero de 2014

LA SEMILLA. MERCEDES NASARRE. ENERO 2014

LA     SEMILLA


 Hay una parte de nosotros, infinitamente pequeña, como una semilla, que sólo puede crecer a la luz del verdadero amor.  Con todas las relaciones amorosas de nuestra vida, va creciendo.  A veces, su crecimiento se estanca, entonces sentimos que la vida pierde sabor.                  Seguramente la parte más mediocre está tomando el protagonismo, esa que no mira al Amor, esa que no está domada, la que tiene que ver con los demonios interiores.
Cada camino espiritual tiene un lenguaje para las dificultades habituales que afrontamos todos.  En los cristianos se denominan demonios (el de la ira, el del orgullo, de la envidia, de la pereza etc.).  En los meditadores budistas se llaman obstáculos a la claridad (el apego, la duda, la confusión, la ira etc.).  Los sufís los  nombran como Nafs, e impiden que la esencia florezca.


             Son precisamente esos demonios los que se mezclan en el entramado de nuestra vida y en la estructura misma de nuestra psique.





             La mente hace ruido sin cesar, pero hay un punto dentro de ella que es silencio y que no percibimos.  Hace falta vaciarse y quedarse quieto.  Quien es capaz de escuchar el silencio está cerca de eso que buscamos todos.


             Si se ha vivido lo suficiente, se sabe que lo que se posee, sea el amor de los que uno desea, el prestigio, los bienes, el poder, el conocimiento intelectual etc.,  no bastan  para llenar profundamente a nadie.  Siempre se quiere algo más.


             Imaginad por un momento que todos nuestros deseos encuentran satisfacción.  No pasaría mucho tiempo, estoy segura,  de que empezaríamos a estar inquietos, insatisfechos.  En el momento en que se está habituado a una cosa, se quiere otra cosa.


             Solamente el contacto con algo muy puro puede salvarnos y transformarnos.  ¿No hemos suspendido el juicio ante la claridad de una noche estrellada, ante la belleza del ocaso, ante el misterio de un texto sagrado o ante la necesidad de unos ojos?


             Desde el momento en que saboreamos esa paz, sabemos que algo del gran Silencio ha entrado en nosotros, ha atravesado nuestro ser y se ha unido a ese silencio secreto que está en nuestro interior.  Es entonces que entendemos el tesoro espiritual del que todas las tradiciones nos hablan.  
Mercedes Nasarre.  Psiquiatra. Huesca

Artículo publicado en eclesalia.net

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "HISTORIAS DE HUMO" EN ZARAGOZA Y ALMUDEVAR


El libro de Mariano de Meer se presentará en:

ALMUDEVAR
El día 17 de enero, en la biblioteca pública a las 19 horas.

ZARAGOZA
El día 19 de febrero, en el Ámbito del Corte Inglés a las 19,30 horas.


Entrevista en Huesca televisión a Mariano de Meer.




sábado, 4 de enero de 2014

LA TIJERA DE ORO. RELATO DE MARIANO DE MEER

A veces la verdad está oculta tras los pliegues de una prenda inocente


LA TIJERA DE ORO

I

            -Es hora de recoger. Vamos, se hace tarde. –Caía ya la noche sobre una ciudad que vivía en un continuo bostezo.
            -¿Crees que volveremos a abrir? –La pregunta flotaba en el aire y la mujer a la que iba dirigida la recogía al vuelo, imperturbable.
            -Lo dudo mucho, hijo. –El hombre paseó entre armarios y estantes una mirada teñida de melancolía mientras su madre, de negro riguroso, sentenciaba inexpresiva.- Cuando las cajas se almacenan y el género se guarda, no es bueno volver a menearlo. Ocurre como con los malos recuerdos: nunca has de desempolvarlos, pues con el tiempo se vuelven en tu contra.
            -Te olvidas el cartel de la puerta, mamá. -Recordaba el joven.
            -Es pronto para colocarlo. –Se resistía la señora.
            -Pero la gente…
            -Esta ciudad es pequeña, Jorge. –La viuda no evitó una mueca de desagrado.- A estas alturas ya todo el mundo sabe lo ocurrido. Además, no me gusta esa palabra. Me produce escalofríos.

            Dieron dos vueltas a la llave y se sumergieron en un coso apagado, callado, ajeno a la desgracia, como a todo sentimiento de sus moradores. Dentro de la tienda, el cartel de “Cerrado por defunción” quedaba olvidado sobre el mostrador. Junto a él, un montón de tiques de compra se apilaban bajo un rollo de celo que hacía las veces de pisapapeles. El primero de esos recibos revelaba una fecha que era la misma del fallecimiento del dueño del negocio. Allí, junto a los caracteres semiborrados del trozo de papel, con bolígrafo y de su puño y letra, el desaparecido vendedor había apuntado un nombre y una palabra entre paréntesis. El nombre correspondía al de un cliente, el último comprador que había sido atendido en la tienda de ropa. La palabra encerrada entre paréntesis no podía presagiar nada malo. ¿Qué había más inocente que la ilusión, la sorpresa y los buenos sentimientos que acompañan siempre a un regalo de cumpleaños?



II

            -Llamo para denunciar la desaparición de un hombre. Se trata de mi tío. Han pasado siete días y estamos preocupados. –La voz era fría, neutra, y su tono no iba a abandonar tales pinceladas anímicas durante toda la conversación telefónica.- Vivía solo, sí. Los domingos solía comer con nosotros pero no se presentó en casa. Ya lo había hecho otras veces. No, lo de no dar señales de vida durante algunos días. Porque no había fallado un domingo desde que se puso farruco y se fue a vivir solo hará un par de años. Para él el domingo era sagrado. Era el único día que veía a su nieta y eso no se lo perdía por nada del mundo. Setenta y un años. Sesenta no, setenta. Viudo, sí. Mi tía falleció hace más de diez años. ¿De cabeza? Mucho mejor que usted y que yo.
            No tengo ni idea de dónde ha podido meterse. No, móvil no tenía. Y mira que le insistíamos. Mi mujer tuvo una pelotera increíble por ese tema y no volvimos a mencionárselo. Allá él. En su casa no está, no. Claro que lo he comprobado, ¿qué se cree? No, perdone, yo estoy muy calmado. ¿La última vez que lo vimos? Mi esposa asegura que se lo encontró en el Bar Oscense a las diez y media o cosa así. De la mañana. A esa hora de la noche no está mi señora zascandileando por las calles, ¿sabe? Vestía normal, qué sé yo. Vaqueros azules, camisa a rayas y una chaqueta de pana. Verde. No, beige. Estaba solo, sí. Mi tío siempre está solo. Una bolsa de una tienda. Es inútil, no se acuerda. ¿De ropa? Puede ser. El coso está plagado de tiendas de esas. No será fácil que lo encuentre. Vale, vale, no me meto en su investigación. ¿Quiere que se ponga Rosa y se lo confirma? ¿Cómo? No me diga que hay que ir hasta allí para cursar una denuncia. Ya sé dónde está, no se preocupe. Hasta el Eroski, prácticamente. No, si no me quejo. Solamente digo que no entiendo entonces para qué me he tirado un cuarto de hora colgado del teléfono. –La frialdad y la indignación se jugaron a piedra, papel o tijera quién se encargaría de colgar el aparato. Ganó la partida esta última, como atestiguaban las últimas palabras pronunciadas por el denunciante y recibidas por el agente de policía Ignacio Sorribas, al que no sentó muy bien esa noche la cena.





III

            -¡Abuelo! Ya estoy en casa.
            El muchacho traía un paquete en una bolsa que orilló frente al aparador de la sala de estar para darle un beso a la señora de la casa.
            -¡Vamos, Ramón, que tu nieto te ha traído una sorpresa! –Se mostraba cariñosa la anciana y pellizcaba los mofletes del joven que acababa de venir de la calle.
            -Calle abuela.- Reprendía con fingida molestia el muchacho.- Seguro que ya le ha dicho algo.
            -No puedo guardar un secreto durante tantos días. –Se justificaba sin dejar de sonreír la anciana.- Lo siento mucho, cariño. De todas formas él ya sabe que nunca olvidas su cumpleaños. ¡Ramón! Este hombre es un caso. Lleva unos días un poco raro, como destemplado.- Un brote de preocupación se asomaba al rostro de la abuela, aunque enseguida fue ahogado por una simpática sonrisa.- Este hombre es un caso, sí. ¿Se puede saber a qué esperas? Bueno, como quien oye llover. ¿Y tú que cuentas, chico?
            -Nada nuevo.- Resoplaba, aburrido, el muchacho.- Sigo ahorrando para largarme un año por ahí. En cuanto termine el contrato con el periódico me voy de corresponsal. En esta ciudad no pasa nunca nada. Un colega de la redacción dice que Huesca es una gigantesca fotocopiadora que enchufan en Noche Vieja. Hace una copia del año que termina y no hacemos sino vivir las mismas cosas todo el año siguiente.
            -¡Qué cosas más raras decís los periodistas! –Cambió el tono desenfadado la buena mujer para pronunciar la siguiente frase.- De todas formas, ya te habrás enterado de lo de La tijera de Oro.
            -Sí, abuela. Esas cosas nunca pasan desapercibidas. Además, trabajo en la prensa…
            -Es verdad, hijo. ¿Y cómo ha sido?
            -Era ya muy mayor.- No pudo reprimir el nieto escanear el aspecto exterior de su queridísima abuela y establecer una comparación desafortunada.- Es curioso que me hables de la tienda, porque fue precisamente allí donde compré el regalo para el abuelo. Si me hubiera retrasado un día más en la compra me habría tenido que buscar otra tienda y otro regalo.
            -Y hubiera sido una pena, porque tu abuelo ha comprado allí toda su vida. Y ya cumple setenta y cinco años.- Constataba, orgullosa, su adorada esposa.
            -Setenta y seis.- El abuelo Ramón aparecía por fin en el comedor y se aproximaba a su nieto sin evitar mirar de reojo aquel paquete envuelto en una caja rígida que estaba en el interior de una bolsa blanca de plástico con unas enormes tijeras impresas en ella.


IV

            -Sé que no es el mejor momento para ustedes, pero su colaboración nos serviría de gran ayuda en nuestra investigación.
            El policía había recorrido todas las tiendas del Coso Alto y el Coso Bajo, Correría y calle Padre Huesca, plaza Concepción Arenal e incluso calle Zaragoza, en busca de alguna pista sobre el paradero del anciano desaparecido. El tal Julián Sanz llevaba nueve días en paradero desconocido y sus familiares más cercanos, que habían interpuesto la denuncia, lo creían muerto y tirado a un contenedor. Ni que pudieran darse en la ciudad ese tipo de crímenes de reportaje televisivo. Nadie parecía haber visto al señor Sanz y ni siquiera el camarero del Oscense recordaba qué llevaba encima o cuál había sido la dirección que había tomado tras dejar a deber la cuenta. Era un cliente, un moroso y un desagradecido habitual del bar, según palabras del dueño del establecimiento.
            Estaba ya a punto de desesperar el agente Sorribas cuando una conversación entre dos señoras en la terraza del Apolo lo sacó de su derrotismo y lo catapultó hasta la vivienda del difunto dueño de La Tijera de Oro. El comercio llevaba cerrado desde el triste suceso y no había siquiera un letrero y un esperable “disculpen las molestias” sobre la puerta del local. Por eso había pasado de largo el agente de policía, que desconocía igualmente el hecho luctuoso.
            Para alivio del policía, la familia no puso objeción alguna a la “visita informal” que propuso realizar al conocido establecimiento local, sito en el Coso Bajo de la ciudad. A regañadientes, se ha de constatar, el hijo menor del difunto acompañó al agente Sorribas en su registro. Después de revisar cajones pesados de buena madera, tarimas y armarios, baldas, lejas y estantes, con la inestimable ayuda de una escalera a la que le hacía falta un buen engrasado, el policía inspeccionó con suma atención una pila de recibos y tiques de los que rescató únicamente dos. Ambos papelitos correspondían a las fechas comprendidas entre la supuesta desaparición del señor Sanz y la última de las compras efectuadas en la tienda, precisamente unas horas antes de la muerte del dueño del establecimiento.
            -¿Falta algún recibo o factura en la tienda? –Preguntó el policía al muchacho.
            -No lo creo. –Respondió tajante.- Aquí solamente entraba mi padre y hacía años que nadie trabajaba con él. Sus hijos habíamos dejado de venir para echarle una mano. Ciertamente, no hacía falta. Apenas tenía clientes. El negocio solamente se tenía en pie por la tozudez de mi padre.
            -Lo digo porque no he encontrado más que dos ventas realizadas en cuatro días, desde el lunes de la semana pasada hasta el jueves en el que… -Buscaba el policía una manera de suavizar sus palabras.- Bueno, el jueves que cerró la tienda. Se hicieron dos compras. Unos pañuelos de tela y un pijama de caballero.
            -Si es lo que dicen los papeles, es eso lo que ocurrió. –No se sentía a gusto el joven en la tienda de su padre.- ¿Nos vamos ya?
            -Desde luego. Gracias por todo, caballero.
            El policía salió de la tienda y el joven desapareció unos segundos en su interior para reaparecer en la puerta y colgar esta vez el cartel de cierre del negocio. Él estaba convencido de que no habría nunca un segundo cartel anunciando la reapertura.

V

            -¿Es que no te ha gustado el regalo? Estoy convencida de que si no te está bien nos lo pueden arreglar en cualquier otra tienda. –La impaciencia volvía a desfigurar el apacible rostro de la anciana.
            -Desde luego no lo podemos cambiar o devolver, abuela, porque La Tijera de Oro ya no… -No había una manera delicada de expresar tal realidad.
            -¡Qué lástima! –Dijo lánguidamente la anciana.
            -Sí. Es una pena. –Apostilló su nieto.
            Por fin el abuelo Ramón se dejó ver en el marco de la puerta. Pero no se acercó. Se quedó allí, pálido, con los ojos bien abiertos y los brazos rígidos. Acababa de probarse el pijama de caballero que su encantador nieto le había comprado en su tienda de toda la vida, a la que le llevara su padre por primera vez cuando no era más que un crío. La prenda de vestir, junto a las marcas propias del doblado de la caja en la que venía envuelta, mostraba ostensibles chorretones de un líquido reseco, de un color morado tirando a marrón o marrón tirando a morado, y que caían desde el lateral izquierdo de la prenda superior y resbalaban por toda la pernera del pantalón. Era sangre. Mucha sangre.
            En ese momento la esposa de don Ramón Oliván se desvanecía y los reflejos de su querido nieto evitaban un golpe contra la mesa del comedor. En esos mismos instantes unos nudillos golpeaban con fuerza la puerta del domicilio del matrimonio de edad avanzada, y la voz de un agente de policía solicitaba que se le abriera la puerta. También en ese momento el señor Oliván, enfundado en el regalo de su setenta y seis cumpleaños, buscó una silla en donde desplomarse y, con el abatimiento surcando sus ajadas facciones, empezó a contarle a su atemorizado nieto lo que esa noche iba a verse obligado a repetir ante el agente de policía Ignacio Sorribas y un abogado criminalista que llegaría esa misma tarde desde Zaragoza. Esta primera relación del señor Oliván, aunque más pasional y espontánea, no estuvo exenta de interrupciones, gritos, desvanecimientos, portazos y recaídas. No obstante, la declaración oficial de la noche recogería, fríamente, datos, nombres, hechos en definitiva. Esta segunda narración fue la que se transcribió íntegramente en el Periódico del Altoaragón el mismo día en que uno de sus trabajadores de plantilla se despidió para siempre y tomó un vuelo para no regresar jamás a la ciudad.


VI

            La sangre del pijama correspondía al desaparecido Julián Sanz, cuyo cuerpo se ocultaba bajo una trampilla camuflada en la trastienda del establecimiento de ropa. El tal Sanz, y el detenido y presunto asesino Ramón Oliván, habían sido socios hacía treinta años junto al recientemente fallecido Frutos Bernués, cuando este aún no había heredado el negocio de ropa y confección conocido como La Tijera de Oro. La cosa no salió bien y los tres antiguos amigos terminaron tirándose los trastos a la cabeza. Años después, Bernués y Oliván habían olvidado sus rencillas y, aunque ocasionalmente, todavía se encontraban para recordar juntos tiempos mejores.
            Pero Sanz vivía en el rencor y su soledad alimentaba un odio que cristalizó el lunes que, tras un carajillo en el Oscense, descubrió en la puerta de la popular tienda de ropa a sus antiguos socios charlando alegremente. Enfurecido y avivado en su insano resquemor por su camaradería hipócrita, entró en el establecimiento y se empeñó en comprar lo primero que vio en la estantería: unos pañuelos. Pagó, insultó y se fue. Volvió al bar y tomó otro carajillo. Más envalentonado, regresó al negocio e insistió ante sus dos antiguos socios, que aún seguían en la tienda, en probarse un pijama, el más elegante que tuviera, con el único objetivo de hacerles pasar a ambos un rato más que incómodo.
            En el interior del probador y ya fuera, junto al mostrador, no dejó Sanz de insultar, increpar a los dos hombres y arrojarles a la cara años y años de hiel abrasadora. Fue mordaz con don Ramón, quien, en un arrebato fatal, agarró unas tijeras repujadas en pan de oro que decoraban el mostrador y las clavó en el pecho al hombre que vestía todavía el pijama de elegante factura. Julián Sanz murió desangrado.
            Los dos hombres escondieron el cadáver y al bueno de don Frutos no se le ocurrió otra manera de deshacerse de la prenda que colocarla de nuevo en su caja. Cuando, tres días más tarde, el jueves de esa misma semana, un joven viniera en busca de un pijama para regalar a una persona mayor, el despiste, la fatalidad y las dudas e inquietudes acumuladas en esos días por el dueño de la tienda le empujaron a vender precisamente aquella funesta prenda y no otra. Horas más tarde fallecía de un ataque al corazón el vendedor. Días después se desempaquetaba en el domicilio de don Ramón Oliván el último producto adquirido en una tienda que, inevitablemente, llevaría asociada a su historia y a su nombre el mismo objeto que había sido arma homicida de semejante crimen.
            No pudo encontrarse entonces el objeto en cuestión hasta que, meses más tarde, desmontando el soporte sobre el que se anunciaba el nombre del establecimiento, que había adquirido a un precio irrisorio una todopoderosa empresa de telefonía móvil, el brillo de unas tijeras llamó la atención del operario. Siguiendo la huella exacta del dibujo que remataba el letrero que había permanecido inalterable más de sesenta años, unas tijeras contemplaban, bañadas en oro y sangre, el lento transcurrir de los días idénticos unos a otros entre aquella cuidad sumida en un largo y profundo letargo.

FIN

miércoles, 1 de enero de 2014

SUSPENSO. MARIANO DE MEER.

Un estudiante, las notas, nuestros adolescentes...



SUSPENSO

            La voz del profesor sonaba lejana, distante. Iba perdiendo su entidad, su esencia de voz humana articulada, con su grave y profundo tono e iba convirtiéndose en un eco profundo, que no venía de ningún sitio porque no pertenecía a ningún lugar. Mientras, yo desaparecía y me perdía por los pasillos, salía por la puerta y me encontraba en plena calle, dejando el instituto con sus pupitres, sus pizarras –no faltaban las digitales-, sus taquillas. Dejando también los cuadernos, carteras, estuches, alumnos y profesores. Mis compañeros de clase seguían en la clase de sociales, el conserje en secretaría y la de matemáticas, de guardia, en la sala de profesores. Llegaba yo al semáforo y esperé. Estaba verde, pero me detuve. Una señora cruzó hacia mí y me miró sorprendida y preocupada. Continué andando y una furgoneta por poco no me alcanza. Tenía que recomponerme. Era una asignatura. Un examen nada más. ¿Es que un examen podía significar tanto? Volví a detenerme y saqué el examen de la cartera. Miré la nota por enésima vez. De tanto mirarla parecía que fuera a borrarla con la vista. Estaba cerca de un contenedor de vidrio. Me entraron ganas de echar el examen por el agujero. No. Tenía que afrontar la realidad. Llené el pecho de aire, destensé mis brazos, me eché la mochila al hombro y reanudé el paso.
Intrusos de papel de Mariano de Meer.


            El año había sido malo para mis padres. Papá era autónomo. Tenía una tienda de bicicletas. Una tienda muy chiquita y un taller, más grande, en donde arreglaba y suministraba piezas y recambios. Nunca se habían vendido demasiadas bicicletas. El negocio no se vio afectado por aquel lado. El problema era la disminución espeluznante de clientes que tenían las bicis averiadas. Mi padre tenía un chico que le ayudaba en el taller. Había tenido que prescindir de sus servicios. En Navidades y en las semanas previas al verano contrataba a otro chico que se encargaba de las ventas y de las cuentas. Ahora ya no se movía dinero. El otro chico tampoco hacía falta. Yo quería echar una mano a mi padre, pero nunca dejaba que le ayudara. Siempre me decía lo mismo, que estudiara, que la mayor alegría que podía darle era que superara las asignaturas y aprovechara la escuela, y que siguiera con los estudios y me preparara lo mejor posible. Yo agachaba la cabeza y me daba media vuelta. Mi madre sonreía. Siempre sonreía. Hasta este último mes.
            El mes de mayo salió esplendoroso. Mejor tiempo no lo habíamos tenido nunca en la ciudad. Pero el clima no podía arreglar la economía familiar. Mi madre, en estos días tan buenos, solía preparar unos helados de ensueño, unas naranjadas jugosísimas y unos postres fríos que mis amigos envidiaban. Ahora nos contentábamos con unos polos de congelador que no sabían a nada y que te daban más sed todavía. Mamá, en vista de que las cosas no marchaban bien, había vuelto a trabajar. Entró en casa de una familia del vecindario. Limpiaba la casa y atendía a dos niñas preciosas, tan lindas como poco cuidadosas. Por la tarde se ganaba un extra remendando ropa que le traía don Miguel, el cura de la parroquia, para dársela a los más pobres. Las noches, en casa, se volvieron insufribles. Papá llegaba con mil preocupaciones y una mueca de fastidio. Mamá, que antes conseguía con una sonrisa y una voz dulcísima templarle y serenarle, no tenía fuerzas para ello, y se desplomaba en el sillón, agriando también el gesto. Yo salía de la habitación y, ante tal panorama, me escapaba de casa sin decir nada.
            Es verdad que no era la actitud más valiente. Salía de casa, me iba al parque y me encendía un canuto. Con el buen tiempo apetecía subirse a un banco, encima del respaldo, y apoyar los pies en el asiento. Yo sentía que en mi casa había un ambiente que me oprimía, y no era capaz de cambiarlo. No sabía. ¿Qué podía hacer? En clase no tenía confianza para contar una cosa así. Además, en el momento en que hubiera abierto la boca para hacerlo, me hubiera echado a llorar. Decir en voz alta la situación de mi familia la hacía más real y tangible, inmensamente más dolorosa. Fuera del instituto no tenía amigos. Claudia se había marchado el año pasado, dejando un bloc de notas y un número de teléfono que no me atrevía a marcar. El parque solitario, el rincón oscuro del banco y mi peta eran mi compañía y mi desahogo. Constituían un paréntesis en el día a día de mi vida, y, desgraciadamente, todas las noches tenía que cerrar ese paréntesis. La ortografía del mundo así lo exigía. Cuando volvía a casa, dos preguntas y ninguna respuesta:
            -¿Se puede saber a dónde te vas todos los santos días?
            -Anda, ven a cenar. No fumas, ¿verdad?
            A finales de mayo mi padre empezó a quedarse en casa. Mi madre llegaba cada vez más tarde y a mí me tocó hacer la cena. Papá había decidido encontrar otro empleo, y, mientras tanto, había contratado al hijo vago de un vecino para que atendiera las cuatro llamadas que se recibían al día. La búsqueda de trabajo de papá comenzó siendo muy afanosa. Peleaba con el periódico armado con un rotulador rojo que yo le había dejado. Se afeitaba, salía de casa bien perfumado y enchaquetado. Volvía con alguna esperanza. Sin embargo, tres semanas después abandonó toda ilusión y dejó de afeitarse y echarse colonia. Además, me devolvió el rotulador. Mamá, muy comprensiva al principio, acabó estallando. Fue como abrir una lata agitada de coca cola. A partir de entonces tuvimos bronca todos los días. A mí me alcanzaba muchas veces. La única manera de salvarme era mi visita al parque. Pero unos niñatos me quitaron mi banco y ya dejó de apetecerme salir por la noche. Así que me tragué todo tipo de reproches que mis padres se habían guardado durante años. Las cosas se estaban complicando y no veía ninguna solución. Lo peor fue que, no sé cómo, mi padre, cada vez que salía yo en la discusión, o sea, casi siempre, lo arreglaba diciendo que, al menos, me estaba labrando un porvenir, y no acabaría vendiendo porquerías o fregando suelos. Y allí mi madre me lanzaba una de esas miradas tan suyas que venían a decir: “en eso estamos los dos de acuerdo. Tú estudia, que es nuestra única satisfacción”.

            La mochila pesaba más y más. Reflexionando en esas palabras de mi madre, viéndolas escritas en su mirada, se me estaba poniendo un dolor intenso y agudo debajo de la boca del estómago. Me estaba entrando una sensación tan triste que me iba a devorar. Todo se revolvía, dentro y fuera de mí. Necesitaba aprobar esa asignatura. Si no era capaz de hacerlo, el suspenso se sumaría a los dos que ya eran inevitables, y el título de secundaria nunca llegaría a mi casa. Mis notas eran las únicas que parecían salvar el matrimonio de mis padres. Lo único que compartían era su fe en mi estudio. Si suspendía, se acababa todo. Y la nota no había dios quien la remontara. Atravesé el parque para alargar el camino. Un jardinero arreglaba un seto sin demasiado arte. Pasé a su lado y me echó una mirada despectiva. Dos ancianas gesticulaban y asentían. Supuse que ninguna de las dos podía oír nada que no fuera su propia conciencia. Una mujer en chándal trotaba muy lentamente, maquillada como para salir de copas. Cada paso que daba me encontraba con más personas, pero cuanta más gente salía a mi encuentro en el parque, más me daba la impresión de que estábamos solos. Muy solos.
            Llegué por fin a casa. Mamá estaba fuera. Papá, tirado en el sofá. Dormido. Tres latas de cerveza decoraban la mesita. Las recogí. Iba a ir a mi cuarto, pero observé que una cuña de queso se secaba donde habían estado las cervezas. Fue al cerrar la nevera cuando vi la nota que había dejado mi madre. “No aguanto más. Me voy. Lejos. Dile al niño que lo veré para celebrar cuando titule”. Se me hizo un nudo en la garganta. Empecé a temblar, intenté hablar. Fue inútil. Me estaba ahogando. Me costaba respirar. Llegó un momento en el que no oía nada a mi alrededor. Ese silencio espantoso me estaba haciendo enloquecer. Y, entre ese silencio, como emergiendo de la nada, un timbre hueco, sonoro. Una voz profunda, al principio ininteligible. De ese fondo iba naciendo alguna que otra palabra, se formaban entonces las frases y apareció un mensaje que puede entender, con una nitidez abrumadora:
            -Gómez, si no es capaz de estar despierto en clase, absténgase de venir.