TEXTO DE LA PRESENTACIÓN DE JAVIER GARCÍA ANTÓN
Después de poner al psiquiatra a rezar como vínculo de unión de los seres
humanos a través de la espiritualidad, y de estar contigo cuando llores para
la reparación de la intimidad herida, la espléndida trilogía de Mercedes
Nasarre Ramón se completa con “Un monje se confiesa”.
Con un hilo argumental sutil, virtuoso, sugerente y magnético, “Un monje
se confiesa” se desliza suave y delicadamente por lo íntimo y por la
exteriorización, por el silencio y por la palabra, por la búsqueda de Dios
que no es posible si el interior se halla en un estado de excitación que
imposibilita la clarividencia de cuanto forma parte de nuestra esencia.
“Sois un cántaro vacío. Si uno lo llena de serpientes, lagartijas y
escorpiones y, una vez lleno, lo tapa, ¿no morirán todos los reptiles? Y si
abrís el cántaro, ¿no saldrán de él todas esas criaturas y picarán a las
personas? Exactamente lo mismo ocurre con el ser humano. Si vigila su
lengua y mantiene cerrada su boca, todos los animales permanecerán abajo.
Pero si deja que su boca se ponga a trabajar y a hablar, los animales salen y
pican al hermano, y entonces el Señor se enfada con él”. Es una de las citas
maravillosas de esta obra, de los padres del desierto de los siglos IV y V,
que ilustran una relación amorosa que alcanza unos matices y unos
umbrales insospechados, tanto que no existe otra opción para descubrirlos
que una lectura sosegada, lenta y deliciosa. Ese es uno de los grandes
atractivos de esta novela cuya profundidad conceptual bien pudiera
transgredir el género narrativo para asemejar, por momentos, un prolijo
compendio filosófico.
“El demonio del orgullo es aquel que conduce a la caída más grave. Nos
persuade a no reconocer la ayuda que procede de Dios y a creer, por el
contrario, que somos los causantes de las buenas obras, jactándonos ante
los demás y teniéndolos a todos por idiotas. Siempre acompañan a este
demonio la cólera y después la tristeza, y, como último mal, la alienación
del intelecto”. Son palabras de Evagrio Póntico, otro asceta del siglo IV
con el que el protagonista y narrador, el monje que se confiesa, busca que
su interlocutora, llegada desde el mundanal ruido al recogimiento
monástico, derrumbe por sí misma su resistencia a la introspección, al
análisis de la vida propia, a la responsabilización en el timón del destino y a
la rectificación del rumbo si éste le encamina hacia un vacío existencial y
relacional con lo más cercano, su entorno familiar, y lo más remoto.
De ahí que el monje proclame que la meta de nuestra vida es abrirnos a la
realidad que existe más allá de nuestro pequeño yo. En puridad, la
peripecia vital que se abre con la convivencia novedosa y controvertida en
un espacio llamado a la clausura con prójimos llegados desde el exterior,
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con personalidades además tan significadas que bien pudieran alumbrar un
universo de motivaciones, de creencias y de incredulidades, desata un
escenario en el que las tensiones abrazan toda su expresión, desde la más
íntima a la más física, desde la discusión acre hasta la agresión, pasando
por estadios de sutiles diálogos y de prolongados silencios, de escuchas de
los sentidos de la naturaleza y de cerrazón ante los argumentos devenidos
de la reflexión.
No en vano, los perfiles de los interlocutores en torno al silencio, a la
palabra y a la oración, están diseñados de forma clarividente. El psiquiatra
que se entrega a la vida contemplativa y que acaba desvelando la
revelación divina, luminosa, dulce, que le convence de que la Resurrección
no es una vuelta de la muerte, sino un tipo de vida en la que la muerte ya no
existe. El periodista que se aferra a la única existencia de cuanto los
sentidos exteriores permiten percibir. La amante insatisfecha y madre
fracasada que busca respuestas a la vacuidad de sus derroteros vivenciales.
El doctor en busca de caminos, abierto a las edificantes argumentaciones de
los hermanos. El desdichado escéptico tentado por la violencia como
método de rechazo a la serenidad que busca ganar terreno a su tormenta
emocional. El propio narrador, monje venido de la frustración que en
actitud defensiva rechaza toda flexibilidad y todo contacto con el exterior
aferrándose al imperio de la Regla de la orden monástica. Y sus
compañeros, armónicamente integrados en el orden establecido desde
tiempos pretéritos a los actuales, que han demandado una mayor apertura
por la atracción que suscitan al exterior y por la necesidad hecha virtud de
sostener el monasterio.
La novela maneja sus propios ritmos, como si la autora hubiera elegido en
algunos de sus momentos variar el rumbo predefinido en la idea original.
Los conceptos flotan y se arraigan, en una dialéctica y una lógica que se
adecua al hilo de los aconteceres, enmarcados en unos escenarios de una
extraordinaria belleza en los que se suceden los miedos, el dolor, la rabia,
la incomprensión, el orgullo, el conocimiento, la confianza, los
sentimientos, la fe, la palabra y el silencio, lo trascendental y lo accesorio,
lo sustancial y lo superficial. Un orbe de ideas y de hechos de los que
emerge la convicción de que, para iniciar cualquier búsqueda de lo
trascendental, resulta imprescindible y perentorio entregarse a la delicada y
valerosa actitud de sondear y cultivar nuestro interior.
Y es, como esa gran luz que el protagonista relata que atravesó el corazón y
se unió al silencio secreto del interior, un gran canto a la esperanza que
bulle después de limpiar de impurezas nuestras propias existencias. La
esperanza de que, a través del silencio y de la palabra, una comunicación
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franca contribuya a entender la Fe, al que define como “ese oasis del
corazón que permite seguir” por la senda efectiva del deseo del Bien. Un
camino que depende de la capacidad de abrir nuestros brazos y nuestros
sentidos a esas metas altas cuya edificación depende de cada uno de
nosotros.
En esa búsqueda de la verdad, queridos amigos, la autora nos entrega un
relato delicioso y un estupendo ramillete de argumentos sobre los que
reflexionar y mejorar. Despacio, porque nunca una gran obra ha sido el
fruto de las prisas sino del amor por el detalle y por la elevación de las
miras. Y paladeando cada episodio, cada escena, cada diálogo, cada
pensamiento. Porque, como dice la autora, “no es para llegar al final, sino
para recorrer el camino”. Muchas gracias, Mercedes, por esta lección y por
esta incitación al conocimiento propio, a la empatía y a la virtud.
Página 1 de 31 Después de poner al psiquiatra a rezar como vínculo de unión de los seres humanos a través de la espiritualidad, y de estar contigo cuando llores para la reparación de la intimidad herida, la espléndida trilogía de Mercedes Nasarre Ramón se completa con “Un monje se confiesa”. Con un hilo argumental sutil, virtuoso, sugerente y magnético, “Un monje se confiesa” se desliza suave y delicadamente por lo íntimo y por la exteriorización, por el silencio y por la palabra, por la búsqueda de Dios que no es posible si el interior se halla en un estado de excitación que imposibilita la clarividencia de cuanto forma parte de nuestra esencia. “Sois un cántaro vacío. Si uno lo llena de serpientes, lagartijas y escorpiones y, una vez lleno, lo tapa, ¿no morirán todos los reptiles? Y si abrís el cántaro, ¿no saldrán de él todas esas criaturas y picarán a las personas? Exactamente lo mismo ocurre con el ser humano. Si vigila su lengua y mantiene cerrada su boca, todos los animales permanecerán abajo. Pero si deja que su boca se ponga a trabajar y a hablar, los animales salen y pican al hermano, y entonces el Señor se enfada con él”. Es una de las citas maravillosas de esta obra, de los padres del desierto de los siglos IV y V, que ilustran una relación amorosa que alcanza unos matices y unos umbrales insospechados, tanto que no existe otra opción para descubrirlos que una lectura sosegada, lenta y deliciosa. Ese es uno de los grandes atractivos de esta novela cuya profundidad conceptual bien pudiera transgredir el género narrativo para asemejar, por momentos, un prolijo compendio filosófico. “El demonio del orgullo es aquel que conduce a la caída más grave. Nos persuade a no reconocer la ayuda que procede de Dios y a creer, por el contrario, que somos los causantes de las buenas obras, jactándonos ante los demás y teniéndolos a todos por idiotas. Siempre acompañan a este demonio la cólera y después la tristeza, y, como último mal, la alienación del intelecto”. Son palabras de Evagrio Póntico, otro asceta del siglo IV con el que el protagonista y narrador, el monje que se confiesa, busca que su interlocutora, llegada desde el mundanal ruido al recogimiento monástico, derrumbe por sí misma su resistencia a la introspección, al análisis de la vida propia, a la responsabilización en el timón del destino y a la rectificación del rumbo si éste le encamina hacia un vacío existencial y relacional con lo más cercano, su entorno familiar, y lo más remoto. De ahí que el monje proclame que la meta de nuestra vida es abrirnos a la realidad que existe más allá de nuestro pequeño yo. En puridad, la peripecia vital que se abre con la convivencia novedosa y controvertida en un espacio llamado a la clausura con prójimos llegados desde el exterior,
Página 2 de 32 con personalidades además tan significadas que bien pudieran alumbrar un universo de motivaciones, de creencias y de incredulidades, desata un escenario en el que las tensiones abrazan toda su expresión, desde la más íntima a la más física, desde la discusión acre hasta la agresión, pasando por estadios de sutiles diálogos y de prolongados silencios, de escuchas de los sentidos de la naturaleza y de cerrazón ante los argumentos devenidos de la reflexión. No en vano, los perfiles de los interlocutores en torno al silencio, a la palabra y a la oración, están diseñados de forma clarividente. El psiquiatra que se entrega a la vida contemplativa y que acaba desvelando la revelación divina, luminosa, dulce, que le convence de que la Resurrección no es una vuelta de la muerte, sino un tipo de vida en la que la muerte ya no existe. El periodista que se aferra a la única existencia de cuanto los sentidos exteriores permiten percibir. La amante insatisfecha y madre fracasada que busca respuestas a la vacuidad de sus derroteros vivenciales. El doctor en busca de caminos, abierto a las edificantes argumentaciones de los hermanos. El desdichado escéptico tentado por la violencia como método de rechazo a la serenidad que busca ganar terreno a su tormenta emocional. El propio narrador, monje venido de la frustración que en actitud defensiva rechaza toda flexibilidad y todo contacto con el exterior aferrándose al imperio de la Regla de la orden monástica. Y sus compañeros, armónicamente integrados en el orden establecido desde tiempos pretéritos a los actuales, que han demandado una mayor apertura por la atracción que suscitan al exterior y por la necesidad hecha virtud de sostener el monasterio. La novela maneja sus propios ritmos, como si la autora hubiera elegido en algunos de sus momentos variar el rumbo predefinido en la idea original. Los conceptos flotan y se arraigan, en una dialéctica y una lógica que se adecua al hilo de los aconteceres, enmarcados en unos escenarios de una extraordinaria belleza en los que se suceden los miedos, el dolor, la rabia, la incomprensión, el orgullo, el conocimiento, la confianza, los sentimientos, la fe, la palabra y el silencio, lo trascendental y lo accesorio, lo sustancial y lo superficial. Un orbe de ideas y de hechos de los que emerge la convicción de que, para iniciar cualquier búsqueda de lo trascendental, resulta imprescindible y perentorio entregarse a la delicada y valerosa actitud de sondear y cultivar nuestro interior. Y es, como esa gran luz que el protagonista relata que atravesó el corazón y se unió al silencio secreto del interior, un gran canto a la esperanza que bulle después de limpiar de impurezas nuestras propias existencias. La esperanza de que, a través del silencio y de la palabra, una comunicación
Página 3 de 33 franca contribuya a entender la Fe, al que define como “ese oasis del corazón que permite seguir” por la senda efectiva del deseo del Bien. Un camino que depende de la capacidad de abrir nuestros brazos y nuestros sentidos a esas metas altas cuya edificación depende de cada uno de nosotros. En esa búsqueda de la verdad, queridos amigos, la autora nos entrega un relato delicioso y un estupendo ramillete de argumentos sobre los que reflexionar y mejorar. Despacio, porque nunca una gran obra ha sido el fruto de las prisas sino del amor por el detalle y por la elevación de las miras. Y paladeando cada episodio, cada escena, cada diálogo, cada pensamiento. Porque, como dice la autora, “no es para llegar al final, sino para recorrer el camino”. Muchas gracias, Mercedes, por esta lección y por esta incitación al conocimiento propio, a la empatía y a la virtud.
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