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Bovarismo
Voy a permitirme empezar esta entrada con una pequeña licencia. Voy a definirme a mi mismo como un lector compulsivo. ¿Significa eso que sufro convulsiones cada vez que tengo un libro entre mis manos? Nada más lejos de la realidad. Digo que soy un lector compulsivo porque siento esa pulsión; ese momento de irracionalidad que apenas puedo contener cuando entro en una librería y me asomo al tremendo abismo que existe entre mis posibilidades como lector y la realidad de los volúmenes que existen a mi alcance.
Lo confieso, leo con los ojos. Y digo esto por aproximar el símil a algo gastronómico. De la misma manera que muchos comemos con los ojos (si, yo también me incluyo en este grupo de pantagruelicos que, si no fuera por la salud y las formas, estaríamos todo el día deleitándonos con manjares diversos), con los libros sucede lo mismo. Entro en una librería y lo leería todo; incluso la biografía de Justin Bieber.
Sin embargo no puede ser; no tengo tiempo material para hacerlo. Si hay una cosa que envidio a los vampiros y a otros seres inmortales es precisamente la posibilidad que se les ha sido concedida para acercarse a ese, mi anhelo.
Así que, en efecto me defino como lector compulsivo. Deduzco que no soy el único ni seré el último que ha tenido la misma suerte de anhelo en su miserable existencia. Otros más listos que yo en su momento defendieron al lector como un grupo de personas con alma y todo (váyase usted a saber qué será eso de tener alma). Sin ir más lejos, y no hace demasiado tiempo, a un tipo se le ocurrió incluso enunciar la tabla de derechos de todo lector, una suerte de mandamientos que debería tener en cuenta todo aquel que se le ocurra esa transgresión socio-cultural que es hoy en día eso de leer. He la aquí:
1. El derecho a no leer.
2. El derecho a saltarse las páginas.
3. El derecho a no terminar un libro.
4. El derecho a releer.
5. El derecho a leer cualquier cosa.
6. El derecho al bovarismo.
7. El derecho a leer en cualquier lugar.
8. El derecho a hojear.
9. El derecho a leer en voz alta.
10. El derecho a callarnos.
Daniel Pennac fue un visionario en el momento de escribir algo tan simple (no me negarán que la mayoría de los enunciados carecen de enjundia) y a la vez, en su conjunto, tan lleno de significado. Vio la que se nos venía encima con esto de las nuevas tecnologías y formas disparatadas de ocio y decidió adelantarse a su tiempo con el fin de que algo tan fabuloso como es el placer de la lectura no se perdiera en las mareas del olvido colectivo.
Personalmente, yo me quedo con el seis. Refleja exactamente esa pulsión de la que hablaba en primera persona en las primeras líneas. Pero, ¿qué es eso del bovarismo? Obviamente el término, creado por él mismo a tal efecto, es una consecuencia de haber leído, disfrutado e incluso más allá, con la novela de Flaubert.
Pero que nadie se asuste que no pretendo que nadie lea madame Bovary en el original francés para entender algo tan sencillo como un recuerdo que viene a la memoria en el momento justo.
Bovarismo sería ese momento de emoción adolescente en el que tienes algo nuevo entre las manos; algo que estas descubriendo por tí mismo.
Próximo libro de Miguel Gardeta. |
Bovarismo sería enfrentarte con los títulos de esa estantería olvidada de tu habitación donde aparcaste un día aquellos libros que ya leíste y vuelves a ver sus lomos con la misma emoción del primer día.
Bovarismo es darte de bruces con la cruda realidad; lo que nos emocionó en su día dejó una huella imborrable de sentimientos que con el paso del tiempo no han cambiado. Ellos no; tú si. Lo que nos encogió el corazón en el pasado nos parece estúpido o absurdo hoy. Una brecha que deja muy claras las diferencias entre nuestras expectativas y la realidad. Lo malo que tienen las expectativas es que no cambian con el paso del tiempo; lo malo que tiene la realidad es que sí cambia con el paso del tiempo.
Como se puede comprobar, el bovarismo no es algo tonto, más al contrario, yo diría que necesario en estos tiempos que corren. Veo imprescindible ese ejercicio de vuelta al pasado; a nuestro pasado adolescente cuando veíamos las cosas con otro prisma; con otros ojos; inocentes ojos que se dejaban engañar, si, pero también emocionar por casi cualquier cosa.
Emocionemonos, pues con los nuevos libros, con los viejos amigos, con las cosas que ya hicimos una y mil veces. No hace falta que la emoción venga de la literatura; no seamos dogmáticos; nos podemos emocionar con la entrevista a Belén Esteban o con el dedo gordo del pie izquierdo del vecino del quinto; eso es lo de menos. Lo que realmente importa y a eso voy, es que deberíamos poner un poco de esa emoción adolescente en nuestras vidas adultas; a ver si así caminábamos un poquito más sonrientes.
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