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miércoles, 10 de diciembre de 2014

RELATO DE MARIANO DE MEER

Un regalo envuelto entre cartones



CHRISTMAS PRESENT

I

            El cartón había quedado inservible. La semana anterior había estado lloviendo y el dueño del estanco de al lado de mi cajero lo había estado utilizando para evitar que los clientes mancharan su establecimiento. Húmedo, sucio y roto. Más o menos como yo me sentía últimamente. Así me lo había encontrado por la mañana. Pero todo podía arreglarse. Se acercaban las fiestas navideñas y los grandes regalos envueltos en vistosos papeles dentro de enormes paquetes y podría encontrar por toda la ciudad cientos de cajas de cartón con las que fabricarme un nuevo dormitorio. Por cierto, yo también había pedido mi regalo de Navidad. Lo había escrito en un trozo de cartón que ahora utilizo para ocultar las sobras de la cena de anoche, un bote de champiñones en conserva del Mercadona. No. Definitivamente no me preocupaba el estado de los cartones en donde me acurruco cada noche. Ahora tenía otra inquietud que no me dejaba coger el sueño.
            Hace dos noches una niña se había acercado hasta mi cajero. Un hombre había irrumpido dentro y me había despertado con sus juramentos. Habían salido de aquella boca de labios agrietados por el frío todos los insultos despedidos, como si hubieran abierto la tapa de la lavadora en pleno centrifugado. Aquellos improperios y maldiciones que provenían desde la máquina del dinero me sacaron de mis ensoñaciones de bocadillos y sopas calientes exquisitas. Lo que me despertó definitivamente fue su mirada de desprecio porque, según sus palabras, estaba más pelado que yo. Su mirada furiosa se fue por la puerta y entonces descubrí a una niña junto a la máquina que se había negado a satisfacer los deseos de aquel hombre desesperado. Se había dejado dentro a su propia hija y no sirvió de nada salir de debajo de mis cartones y mi manta descolorida con la chiquilla en brazos ni recorrer calle arriba y calle abajo llamándolo a voz en grito. Al día siguiente encontrarían al hombre tirado en medio de la calle y lo llevarían al hospital. Seguramente no recordaría nada de lo que le ocurrió esa noche y aún debe de seguir ingresado y así lo tendrán hasta que pueda ocuparse de sí mismo fuera del hospital. ¿Qué puedo hacer yo en esta situación?

            Como ya habrás imaginado, la niña sigue conmigo y me acompaña a todas partes. Cuando me levanto me la encuentro junto a mí, agarrada a mi manta, con su cabecita reposando sobre mi pecho, su cuerpo hecho un ovillo. Entonces me levanto con mucho cuidado y salgo en busca de algo para comer. Siempre tengo algunas monedas para comprar leche y galletas de chocolate en la tienda más madrugadora de la ciudad. Me conocen desde hace tiempo y siempre me dejan llevarme algún extra para mi desayuno. Sé que Rosa, la chica de la caja, está extrañada. Nunca antes había comprado galletas de chocolate. Sabe que no me gusta el chocolate. Sin embargo, no me dice nada. Sonríe, me da el precio y añade descaradamente un paquete de caramelos o una pieza de fruta que nunca aparecen en el tique. Los dos últimos días la niña ya se había despertado cuando regresaba de la compra y me la he encontrado recogiendo con cuidado los cajones, doblando la manta y limpiándose la cara con uno de esos pañuelos suaves que me llevé un día del Schlecker. Nada más llegar me dedica una sonrisa y se abraza a mi pierna, como si llevara toda la vida esperando para verme.

            Sé que tengo que llevar a la niña a algún sitio. Su padre tiene derecho a estar con ella, aunque aún no consiga acordarse de su existencia, aunque fuera imperdonable que la dejara abandonada en un cajero durante la madrugada, aunque, por cómo me corresponde esta criatura, su padre no se prodigara que digamos en tratarla con afecto. Tengo que hablar con la policía o con los médicos del hospital. Puedo parar a cualquiera en la calle y pedirle que se haga cargo de la niña. Sin embargo, no he dado ese paso. Tengo miedo a perderla para siempre. ¿Sabes cómo me siento ahora que ella está aquí conmigo? Ahora tengo de quién ocuparme y eso me obliga a no dejarme vencer por el sueño, a no abandonarme a la cerveza de oferta o al don Simón o al lingotazo. Con la niña he empezado a cuidarme, a pensar en mi aspecto, a hacer planes. Ya no me da lo mismo si se acaban mis días y se va todo al carajo. Ahora tengo que cuidar a esta niña y arrancarle una sonrisa. Tengo la obligación de alimentarla, de enseñarle a cepillarse los dientes en una de las fuentes del camino de la ermita, de frotar detrás de sus orejas. No puedo separarme de ella. No ahora. Al menos voy a esperar un día más para entregársela. Me conformo con un día más.
            Es curioso. No me había dado cuenta antes. Hasta que apareció la niña en mi vida, nadie en la ciudad me dirigía la palabra, excepto Rosa, claro, la simpática cajera de la antigua tienda de ultramarinos. Durante el día me esquivaban los trabajadores y los niños que iban a la escuela. Por las tardes, ni siquiera la vendedora de castañas me dejaba acercarme hasta su caseta para calentarme un poco. Las señoras me evitaban y los hombres me sorteaban dejando en mi gabardina su hipocresía y su desprecio. Por las noches, antes de meterme en mi cajero, simplemente era invisible. Desde que tengo a la pequeña, desde que me aseo regularmente y saco a pasear una sonrisa nueva y llevo con más esmero mis ropas viejas, no dejo de recibir saludos y algún que otro gesto amable. Ayer mismo se me acercó una señora y, con una moneda, me deseó Felices Fiestas. Y esta tarde la castañera nos ha ofrecido un cucurucho de castañas y no ha dejado que se las pagara. Estoy cambiado, lo sé, y a veces me encuentro a mí mismo pensado en el futuro. Lo que oyes, haciendo planes que van más allá de la próxima cena o el siguiente desayuno.

            Esta mañana he ido al hospital con la niña. Aún estoy en el edificio. La doctora dice que ha sido un milagro que haya venido. Aún están a tiempo de curarme. Me harán un lavado de estómago. Algo tomé hace unas noches que podría haber resultado mortal. Seguramente fueron aquellas setas crudas que me llevé a la boca y que compré porque estaban tan próximas a caducarse que no iban a cobrármelas al mismo precio. Por lo visto he estado a esto de palmarla. Estoy contento y con ganas de curarme y tomarme en serio eso de vivir. La enfermera dice que va a hacer una colecta navideña para que pueda pagar el hospital y aún me quede algo para empezar una nueva vida. Con eso y con la indemnización del Mercadona tengo suficiente para pensar en el futuro. Mi sueño se ha hecho realidad y tengo mi regalo, aquello que había pedido en Nochebuena. Le doy las gracias a la enfermera y entonces le pregunto por la niña, por su padre sin memoria y ella calla y mueve a un lado y a otro la cabeza, cierra los ojos y abandona la habitación y vuelve a hablar con el grupo de médicos que llevan esperando un rato en el pasillo. Confío en que vuelva la doctora, que está allí con ellos, que entre y me dé alguna respuesta. Mientras tanto, voy a recostarme en esta cama de verdad, con sábanas blancas y una almohada que no se resquebraja durante el sueño. Agarro con firmeza el trocito de cartón en donde escribí mi deseo. Una cabezadita antes de que vuelva la doctora, seguramente de la mano de la pequeña.

II

            – ¿Sigue preguntando por la niña? –la doctora interroga con rostro severo a la enfermera de planta.
            –No se la quita de la cabeza. Ni tampoco deja de hablar del hombre del cajero automático que la dejó abandonada delante de sus cartones –contesta la muchacha.
            –Es un milagro que esté vivo y todavía no me explico que se haya presentado aquí con esta historia surrealista. De no ser por ello…
            –Nos lo habríamos encontrado muerto esta misma noche o mañana.
            –Hay una cosa más, doctora… –El que toma la palabra es un residente del hospital, aquel que estaba de guardia cuando apareció el desahuciado.
            –Le escucho.
            –El pobre hombre mencionó en el reconocimiento, justo antes de venirnos con el cuento de la niña invisible y el padre fantasma, que la víspera de la Navidad había pedido, para estas fiestas, un regalo especial. Él ha creído siempre que la aparición de la niña ha sido ese regalo. En esa noche descubrió al hombre del cajero y a la niña misteriosa.
–No es por nada, doctora, pero este pobre desgraciado se ha encontrado con el mejor regalo de su vida –irrumpe en la conversación un celador que lleva un rato apilando las bandejas con los restos de la cena y que ha escuchado toda la conversación.

Cuando la enfermera vuelve a entrar en la habitación sin saber muy bien qué decirle sobre la aparición de la niña y del desmemoriado y enfurecido padre de la criatura, observa que el pobrecito acaba de caer rendido por el sueño. Le ahueca la almohada y se dispone a abandonar el cuarto. Entonces descubre un cartón sucio y arrugado junto a su mano derecha. La enfermera lo recoge y lo lee.

Si esta noche se le ocurre a su novio volver a despotricar contra el espíritu, la magia y los deseos de estas fiestas piensa enseñarle este trocito de cartón y contarle la historia de su paciente y su regalo de Navidad. O piensa, simplemente, mandarlo a freír gárgaras o a hacer espárragos o como se diga. Y entonces cierra la puerta de la habitación y deja que aquel hombre disfrute de su regalo.

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