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sábado, 4 de enero de 2014

LA TIJERA DE ORO. RELATO DE MARIANO DE MEER

A veces la verdad está oculta tras los pliegues de una prenda inocente


LA TIJERA DE ORO

I

            -Es hora de recoger. Vamos, se hace tarde. –Caía ya la noche sobre una ciudad que vivía en un continuo bostezo.
            -¿Crees que volveremos a abrir? –La pregunta flotaba en el aire y la mujer a la que iba dirigida la recogía al vuelo, imperturbable.
            -Lo dudo mucho, hijo. –El hombre paseó entre armarios y estantes una mirada teñida de melancolía mientras su madre, de negro riguroso, sentenciaba inexpresiva.- Cuando las cajas se almacenan y el género se guarda, no es bueno volver a menearlo. Ocurre como con los malos recuerdos: nunca has de desempolvarlos, pues con el tiempo se vuelven en tu contra.
            -Te olvidas el cartel de la puerta, mamá. -Recordaba el joven.
            -Es pronto para colocarlo. –Se resistía la señora.
            -Pero la gente…
            -Esta ciudad es pequeña, Jorge. –La viuda no evitó una mueca de desagrado.- A estas alturas ya todo el mundo sabe lo ocurrido. Además, no me gusta esa palabra. Me produce escalofríos.

            Dieron dos vueltas a la llave y se sumergieron en un coso apagado, callado, ajeno a la desgracia, como a todo sentimiento de sus moradores. Dentro de la tienda, el cartel de “Cerrado por defunción” quedaba olvidado sobre el mostrador. Junto a él, un montón de tiques de compra se apilaban bajo un rollo de celo que hacía las veces de pisapapeles. El primero de esos recibos revelaba una fecha que era la misma del fallecimiento del dueño del negocio. Allí, junto a los caracteres semiborrados del trozo de papel, con bolígrafo y de su puño y letra, el desaparecido vendedor había apuntado un nombre y una palabra entre paréntesis. El nombre correspondía al de un cliente, el último comprador que había sido atendido en la tienda de ropa. La palabra encerrada entre paréntesis no podía presagiar nada malo. ¿Qué había más inocente que la ilusión, la sorpresa y los buenos sentimientos que acompañan siempre a un regalo de cumpleaños?



II

            -Llamo para denunciar la desaparición de un hombre. Se trata de mi tío. Han pasado siete días y estamos preocupados. –La voz era fría, neutra, y su tono no iba a abandonar tales pinceladas anímicas durante toda la conversación telefónica.- Vivía solo, sí. Los domingos solía comer con nosotros pero no se presentó en casa. Ya lo había hecho otras veces. No, lo de no dar señales de vida durante algunos días. Porque no había fallado un domingo desde que se puso farruco y se fue a vivir solo hará un par de años. Para él el domingo era sagrado. Era el único día que veía a su nieta y eso no se lo perdía por nada del mundo. Setenta y un años. Sesenta no, setenta. Viudo, sí. Mi tía falleció hace más de diez años. ¿De cabeza? Mucho mejor que usted y que yo.
            No tengo ni idea de dónde ha podido meterse. No, móvil no tenía. Y mira que le insistíamos. Mi mujer tuvo una pelotera increíble por ese tema y no volvimos a mencionárselo. Allá él. En su casa no está, no. Claro que lo he comprobado, ¿qué se cree? No, perdone, yo estoy muy calmado. ¿La última vez que lo vimos? Mi esposa asegura que se lo encontró en el Bar Oscense a las diez y media o cosa así. De la mañana. A esa hora de la noche no está mi señora zascandileando por las calles, ¿sabe? Vestía normal, qué sé yo. Vaqueros azules, camisa a rayas y una chaqueta de pana. Verde. No, beige. Estaba solo, sí. Mi tío siempre está solo. Una bolsa de una tienda. Es inútil, no se acuerda. ¿De ropa? Puede ser. El coso está plagado de tiendas de esas. No será fácil que lo encuentre. Vale, vale, no me meto en su investigación. ¿Quiere que se ponga Rosa y se lo confirma? ¿Cómo? No me diga que hay que ir hasta allí para cursar una denuncia. Ya sé dónde está, no se preocupe. Hasta el Eroski, prácticamente. No, si no me quejo. Solamente digo que no entiendo entonces para qué me he tirado un cuarto de hora colgado del teléfono. –La frialdad y la indignación se jugaron a piedra, papel o tijera quién se encargaría de colgar el aparato. Ganó la partida esta última, como atestiguaban las últimas palabras pronunciadas por el denunciante y recibidas por el agente de policía Ignacio Sorribas, al que no sentó muy bien esa noche la cena.





III

            -¡Abuelo! Ya estoy en casa.
            El muchacho traía un paquete en una bolsa que orilló frente al aparador de la sala de estar para darle un beso a la señora de la casa.
            -¡Vamos, Ramón, que tu nieto te ha traído una sorpresa! –Se mostraba cariñosa la anciana y pellizcaba los mofletes del joven que acababa de venir de la calle.
            -Calle abuela.- Reprendía con fingida molestia el muchacho.- Seguro que ya le ha dicho algo.
            -No puedo guardar un secreto durante tantos días. –Se justificaba sin dejar de sonreír la anciana.- Lo siento mucho, cariño. De todas formas él ya sabe que nunca olvidas su cumpleaños. ¡Ramón! Este hombre es un caso. Lleva unos días un poco raro, como destemplado.- Un brote de preocupación se asomaba al rostro de la abuela, aunque enseguida fue ahogado por una simpática sonrisa.- Este hombre es un caso, sí. ¿Se puede saber a qué esperas? Bueno, como quien oye llover. ¿Y tú que cuentas, chico?
            -Nada nuevo.- Resoplaba, aburrido, el muchacho.- Sigo ahorrando para largarme un año por ahí. En cuanto termine el contrato con el periódico me voy de corresponsal. En esta ciudad no pasa nunca nada. Un colega de la redacción dice que Huesca es una gigantesca fotocopiadora que enchufan en Noche Vieja. Hace una copia del año que termina y no hacemos sino vivir las mismas cosas todo el año siguiente.
            -¡Qué cosas más raras decís los periodistas! –Cambió el tono desenfadado la buena mujer para pronunciar la siguiente frase.- De todas formas, ya te habrás enterado de lo de La tijera de Oro.
            -Sí, abuela. Esas cosas nunca pasan desapercibidas. Además, trabajo en la prensa…
            -Es verdad, hijo. ¿Y cómo ha sido?
            -Era ya muy mayor.- No pudo reprimir el nieto escanear el aspecto exterior de su queridísima abuela y establecer una comparación desafortunada.- Es curioso que me hables de la tienda, porque fue precisamente allí donde compré el regalo para el abuelo. Si me hubiera retrasado un día más en la compra me habría tenido que buscar otra tienda y otro regalo.
            -Y hubiera sido una pena, porque tu abuelo ha comprado allí toda su vida. Y ya cumple setenta y cinco años.- Constataba, orgullosa, su adorada esposa.
            -Setenta y seis.- El abuelo Ramón aparecía por fin en el comedor y se aproximaba a su nieto sin evitar mirar de reojo aquel paquete envuelto en una caja rígida que estaba en el interior de una bolsa blanca de plástico con unas enormes tijeras impresas en ella.


IV

            -Sé que no es el mejor momento para ustedes, pero su colaboración nos serviría de gran ayuda en nuestra investigación.
            El policía había recorrido todas las tiendas del Coso Alto y el Coso Bajo, Correría y calle Padre Huesca, plaza Concepción Arenal e incluso calle Zaragoza, en busca de alguna pista sobre el paradero del anciano desaparecido. El tal Julián Sanz llevaba nueve días en paradero desconocido y sus familiares más cercanos, que habían interpuesto la denuncia, lo creían muerto y tirado a un contenedor. Ni que pudieran darse en la ciudad ese tipo de crímenes de reportaje televisivo. Nadie parecía haber visto al señor Sanz y ni siquiera el camarero del Oscense recordaba qué llevaba encima o cuál había sido la dirección que había tomado tras dejar a deber la cuenta. Era un cliente, un moroso y un desagradecido habitual del bar, según palabras del dueño del establecimiento.
            Estaba ya a punto de desesperar el agente Sorribas cuando una conversación entre dos señoras en la terraza del Apolo lo sacó de su derrotismo y lo catapultó hasta la vivienda del difunto dueño de La Tijera de Oro. El comercio llevaba cerrado desde el triste suceso y no había siquiera un letrero y un esperable “disculpen las molestias” sobre la puerta del local. Por eso había pasado de largo el agente de policía, que desconocía igualmente el hecho luctuoso.
            Para alivio del policía, la familia no puso objeción alguna a la “visita informal” que propuso realizar al conocido establecimiento local, sito en el Coso Bajo de la ciudad. A regañadientes, se ha de constatar, el hijo menor del difunto acompañó al agente Sorribas en su registro. Después de revisar cajones pesados de buena madera, tarimas y armarios, baldas, lejas y estantes, con la inestimable ayuda de una escalera a la que le hacía falta un buen engrasado, el policía inspeccionó con suma atención una pila de recibos y tiques de los que rescató únicamente dos. Ambos papelitos correspondían a las fechas comprendidas entre la supuesta desaparición del señor Sanz y la última de las compras efectuadas en la tienda, precisamente unas horas antes de la muerte del dueño del establecimiento.
            -¿Falta algún recibo o factura en la tienda? –Preguntó el policía al muchacho.
            -No lo creo. –Respondió tajante.- Aquí solamente entraba mi padre y hacía años que nadie trabajaba con él. Sus hijos habíamos dejado de venir para echarle una mano. Ciertamente, no hacía falta. Apenas tenía clientes. El negocio solamente se tenía en pie por la tozudez de mi padre.
            -Lo digo porque no he encontrado más que dos ventas realizadas en cuatro días, desde el lunes de la semana pasada hasta el jueves en el que… -Buscaba el policía una manera de suavizar sus palabras.- Bueno, el jueves que cerró la tienda. Se hicieron dos compras. Unos pañuelos de tela y un pijama de caballero.
            -Si es lo que dicen los papeles, es eso lo que ocurrió. –No se sentía a gusto el joven en la tienda de su padre.- ¿Nos vamos ya?
            -Desde luego. Gracias por todo, caballero.
            El policía salió de la tienda y el joven desapareció unos segundos en su interior para reaparecer en la puerta y colgar esta vez el cartel de cierre del negocio. Él estaba convencido de que no habría nunca un segundo cartel anunciando la reapertura.

V

            -¿Es que no te ha gustado el regalo? Estoy convencida de que si no te está bien nos lo pueden arreglar en cualquier otra tienda. –La impaciencia volvía a desfigurar el apacible rostro de la anciana.
            -Desde luego no lo podemos cambiar o devolver, abuela, porque La Tijera de Oro ya no… -No había una manera delicada de expresar tal realidad.
            -¡Qué lástima! –Dijo lánguidamente la anciana.
            -Sí. Es una pena. –Apostilló su nieto.
            Por fin el abuelo Ramón se dejó ver en el marco de la puerta. Pero no se acercó. Se quedó allí, pálido, con los ojos bien abiertos y los brazos rígidos. Acababa de probarse el pijama de caballero que su encantador nieto le había comprado en su tienda de toda la vida, a la que le llevara su padre por primera vez cuando no era más que un crío. La prenda de vestir, junto a las marcas propias del doblado de la caja en la que venía envuelta, mostraba ostensibles chorretones de un líquido reseco, de un color morado tirando a marrón o marrón tirando a morado, y que caían desde el lateral izquierdo de la prenda superior y resbalaban por toda la pernera del pantalón. Era sangre. Mucha sangre.
            En ese momento la esposa de don Ramón Oliván se desvanecía y los reflejos de su querido nieto evitaban un golpe contra la mesa del comedor. En esos mismos instantes unos nudillos golpeaban con fuerza la puerta del domicilio del matrimonio de edad avanzada, y la voz de un agente de policía solicitaba que se le abriera la puerta. También en ese momento el señor Oliván, enfundado en el regalo de su setenta y seis cumpleaños, buscó una silla en donde desplomarse y, con el abatimiento surcando sus ajadas facciones, empezó a contarle a su atemorizado nieto lo que esa noche iba a verse obligado a repetir ante el agente de policía Ignacio Sorribas y un abogado criminalista que llegaría esa misma tarde desde Zaragoza. Esta primera relación del señor Oliván, aunque más pasional y espontánea, no estuvo exenta de interrupciones, gritos, desvanecimientos, portazos y recaídas. No obstante, la declaración oficial de la noche recogería, fríamente, datos, nombres, hechos en definitiva. Esta segunda narración fue la que se transcribió íntegramente en el Periódico del Altoaragón el mismo día en que uno de sus trabajadores de plantilla se despidió para siempre y tomó un vuelo para no regresar jamás a la ciudad.


VI

            La sangre del pijama correspondía al desaparecido Julián Sanz, cuyo cuerpo se ocultaba bajo una trampilla camuflada en la trastienda del establecimiento de ropa. El tal Sanz, y el detenido y presunto asesino Ramón Oliván, habían sido socios hacía treinta años junto al recientemente fallecido Frutos Bernués, cuando este aún no había heredado el negocio de ropa y confección conocido como La Tijera de Oro. La cosa no salió bien y los tres antiguos amigos terminaron tirándose los trastos a la cabeza. Años después, Bernués y Oliván habían olvidado sus rencillas y, aunque ocasionalmente, todavía se encontraban para recordar juntos tiempos mejores.
            Pero Sanz vivía en el rencor y su soledad alimentaba un odio que cristalizó el lunes que, tras un carajillo en el Oscense, descubrió en la puerta de la popular tienda de ropa a sus antiguos socios charlando alegremente. Enfurecido y avivado en su insano resquemor por su camaradería hipócrita, entró en el establecimiento y se empeñó en comprar lo primero que vio en la estantería: unos pañuelos. Pagó, insultó y se fue. Volvió al bar y tomó otro carajillo. Más envalentonado, regresó al negocio e insistió ante sus dos antiguos socios, que aún seguían en la tienda, en probarse un pijama, el más elegante que tuviera, con el único objetivo de hacerles pasar a ambos un rato más que incómodo.
            En el interior del probador y ya fuera, junto al mostrador, no dejó Sanz de insultar, increpar a los dos hombres y arrojarles a la cara años y años de hiel abrasadora. Fue mordaz con don Ramón, quien, en un arrebato fatal, agarró unas tijeras repujadas en pan de oro que decoraban el mostrador y las clavó en el pecho al hombre que vestía todavía el pijama de elegante factura. Julián Sanz murió desangrado.
            Los dos hombres escondieron el cadáver y al bueno de don Frutos no se le ocurrió otra manera de deshacerse de la prenda que colocarla de nuevo en su caja. Cuando, tres días más tarde, el jueves de esa misma semana, un joven viniera en busca de un pijama para regalar a una persona mayor, el despiste, la fatalidad y las dudas e inquietudes acumuladas en esos días por el dueño de la tienda le empujaron a vender precisamente aquella funesta prenda y no otra. Horas más tarde fallecía de un ataque al corazón el vendedor. Días después se desempaquetaba en el domicilio de don Ramón Oliván el último producto adquirido en una tienda que, inevitablemente, llevaría asociada a su historia y a su nombre el mismo objeto que había sido arma homicida de semejante crimen.
            No pudo encontrarse entonces el objeto en cuestión hasta que, meses más tarde, desmontando el soporte sobre el que se anunciaba el nombre del establecimiento, que había adquirido a un precio irrisorio una todopoderosa empresa de telefonía móvil, el brillo de unas tijeras llamó la atención del operario. Siguiendo la huella exacta del dibujo que remataba el letrero que había permanecido inalterable más de sesenta años, unas tijeras contemplaban, bañadas en oro y sangre, el lento transcurrir de los días idénticos unos a otros entre aquella cuidad sumida en un largo y profundo letargo.

FIN

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