–Ya están aquí, jefe.
– ¿Qué me estás contando? ¿Qué hace toda esa gente aquí dentro?
–Los han traído desde el Ayuntamiento. Es por lo de la peatonalización.
–No me lo puedo creer. Sorribas, saque a todos esos niños del parque y despegue a la niña aquella de la manguera. ¡Y que se bajen enseguida esos tres del camión!
El jefe del cuerpo de bomberos de Huesca se metió en su despacho. El portazo asustó a un grupo de unos treinta chicos y chicas con pantalón blanco y camisa roja a los que el joven bombero intentaba hacer salir del recinto. El jefe se sentó en su sillón y se llevó las manos a la cabeza. Necesitaba tranquilizarse. Su trabajo se estaba convirtiendo en la peor de las maldiciones. Su esposa no le había visto sonreír en todo el mes y había llevado a los niños a casa de su madre. A sus hombres los trataba a base de gritos y a él mismo estaba a punto de darle un ataque al corazón. Respiró profundamente y repasó mentalmente todos los acontecimientos que se habían producido desde el fatídico día en el que el Plan de Movilidad del Ayuntamiento fue una realidad.
Primero fueron los robos. Todo el centro era peatonal y bastantes casas de esa zona de la ciudad pertenecían a matrimonios mayores que tenían un buen dinerito escondido bajo el colchón. Por supuesto que este tipo de crímenes no habían formado parte nunca de las competencias del cuerpo de bomberos, pero la policía no daba abasto. Cuando los robos se multiplicaron, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado tuvieron que aunar esfuerzos. Ahora los cacos jugaban con ventaja. Si estaban en buena forma –y el hambre evitaba cualquier inclinación al sobrepeso– los amigos de lo ajeno conseguían sin dificultad escapar de aquellos uniformados acostumbrados más al papeleo y a la burocracia que a la persecución a la carrera. Desde que el Ayuntamiento había dispuesto que ningún vehículo sin excepción iba a tener permiso para circular por las calles peatonales, los vehículos policiales, las motos y los furgones se quedaban aparcados y prácticamente en desuso.
Y lo de los bancos no tenía nombre. El jefe de bomberos recordaba con el rostro compungido el último atraco a la sucursal de Ibercaja de los Porches de Galicia. Se habían llevado el contenido del cajero, todo lo que llevaban encima una decena de clientes madrugadores y lo poco que habían recaudado tres indocumentados que, en sacos de dormir, se habían visto sorprendidos por el vil latrocinio. Como no se podía perseguir a los criminales con vehículos motorizados, la policía había comprado unas bicicletas en el Decathlon. El problema fue que en el trayecto desde la comisaría hasta el lugar del robo los agentes se vieron obligados a tomar el carril bici y se confundieron en más de una ocasión y dieron vueltas de más. Además, a un agente de policía se le salió la cadena y fue incapaz de ajustarla otra vez. Los ladrones, que llevaban entrenando para salir a la carrera en cuanto abandonaran el banco, no sufrieron ningún percance y el golpe fue un éxito.
Todavía sentado y con los brazos sobre la mesa, el jefe de bomberos no pudo quitarse de la cabeza la historia de la manguera. El último incendio que se había producido en un ático del Coso Alto había dejado en evidencia a todo el cuerpo de bomberos. Como no se podía llegar con los camiones, habían estado practicando en el parque para salir en carrera cargando la manguera a cuestas. Cada hombre iba diez metros detrás del compañero, todos con la goma al hombro, y a la espera del aviso que llegaba desde el parque cuando se abría el grifo. No sé de quién fue la idea de dejar primero a Bermúdez. El pobre no tenía ningún sentido de la orientación y confundió más de una vez la calle por la que tenía que circular. La manguera se encontró a sí misma y se formó entre la calle Lizana y el Coso Bajo un nudo que no hubo manera de deshacer. Al final, los del bar Brasil pudieron apagar el fuego a base de botellas de agua y con la ayuda de unos zancos que una asociación de animadores socioculturales con sede en el mismo Coso ofreció generosamente. Fue entonces cuando al Ayuntamiento se le ocurrió la brillante idea de llamar al Ayuntamiento de Valls para solicitar ayuda.
El jefe de bomberos se levantó de repente. No podía creerlo. El griterío había cesado. Se levantó y abrió la puerta. Eso estaba mejor. ¿A qué habían traído a todos aquellos individuos al parque de bomberos? El agente Sorribas se lo había dejado claro. Era decisión del Ayuntamiento, la ayuda que habían prometido desde la comunidad autónoma vecina. Desde el pasillo, el jefe observó los camiones, muertos de risa. Llevaban tiempo sin usarse porque no había manera de que la autoridad se bajara del burro y concediera el permiso a los bomberos para que pudieran salir a cumplir con su deber. Los dichosos maceteros gigantescos hacían imposible que el camión de bomberos transitara por las calles peatonales y accediera a las viviendas desde las que se recibían los avisos. Era graciosa la última genialidad de la alcaldía. El jefe de bomberos no había estado presente cuando el Ayuntamiento comunicó la noticia a todos los cuerpos y fuerzas de seguridad de la ciudad de Huesca. No se lo creyó cuando se lo comunicaron.
Resulta que el Ayuntamiento de Valls, en Tarragona, había accedido gustosamente a ceder durante una temporada, a modo de prueba, a una treintena de muchachos que habían sido seleccionados por la Coordinadora de Castellers de Cataluña para que suplieran la altura que escalera y camión de bomberos solían ofrecer para el trabajo del cuerpo de bomberos. De esta forma, y con la celeridad que tanto impresionó al equipo de gobierno local, en unos minutos el bombero podía irrumpir en el piso en el que se produjera el incendio y así conseguir sofocarlo. También los chicos y las chicas tenían que ponerse a hacer ejercicio, pues la carrera desde el parque hasta la vivienda no se la quitaba nadie y la fuerza para sujetar al bombero que debía ascender por el arracimado grupo de muchachos iba a requerir unas cuantas horas de gimnasio. No se podía creer el jefe de bomberos que estuviera dándole vueltas a todas estas cosas. Salió a la calle y se echó un cigarro. Cuando iba a volver al despacho descubrió, en lo alto de la rama de un platanero, cómo un gato intentaba inútilmente bajar al suelo. Entonces vio cómo circulaba por debajo una bicicleta, pues el carril bici permitía el paso justo en ese punto. Antes de volver adentro, el jefe de bomberos dejó escapar sus pensamientos.
–Ya están aquí, jefe.
– ¿Qué me estás contando? ¿Qué hace toda esa gente aquí dentro?
–Los han traído desde el Ayuntamiento. Es por lo de la peatonalización.
–No me lo puedo creer. Sorribas, saque a todos esos niños del parque y despegue a la niña aquella de la manguera. ¡Y que se bajen enseguida esos tres del camión!
El jefe del cuerpo de bomberos de Huesca se metió en su despacho. El portazo asustó a un grupo de unos treinta chicos y chicas con pantalón blanco y camisa roja a los que el joven bombero intentaba hacer salir del recinto. El jefe se sentó en su sillón y se llevó las manos a la cabeza. Necesitaba tranquilizarse. Su trabajo se estaba convirtiendo en la peor de las maldiciones. Su esposa no le había visto sonreír en todo el mes y había llevado a los niños a casa de su madre. A sus hombres los trataba a base de gritos y a él mismo estaba a punto de darle un ataque al corazón. Respiró profundamente y repasó mentalmente todos los acontecimientos que se habían producido desde el fatídico día en el que el Plan de Movilidad del Ayuntamiento fue una realidad.
Primero fueron los robos. Todo el centro era peatonal y bastantes casas de esa zona de la ciudad pertenecían a matrimonios mayores que tenían un buen dinerito escondido bajo el colchón. Por supuesto que este tipo de crímenes no habían formado parte nunca de las competencias del cuerpo de bomberos, pero la policía no daba abasto. Cuando los robos se multiplicaron, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado tuvieron que aunar esfuerzos. Ahora los cacos jugaban con ventaja. Si estaban en buena forma –y el hambre evitaba cualquier inclinación al sobrepeso– los amigos de lo ajeno conseguían sin dificultad escapar de aquellos uniformados acostumbrados más al papeleo y a la burocracia que a la persecución a la carrera. Desde que el Ayuntamiento había dispuesto que ningún vehículo sin excepción iba a tener permiso para circular por las calles peatonales, los vehículos policiales, las motos y los furgones se quedaban aparcados y prácticamente en desuso.
Y lo de los bancos no tenía nombre. El jefe de bomberos recordaba con el rostro compungido el último atraco a la sucursal de Ibercaja de los Porches de Galicia. Se habían llevado el contenido del cajero, todo lo que llevaban encima una decena de clientes madrugadores y lo poco que habían recaudado tres indocumentados que, en sacos de dormir, se habían visto sorprendidos por el vil latrocinio. Como no se podía perseguir a los criminales con vehículos motorizados, la policía había comprado unas bicicletas en el Decathlon. El problema fue que en el trayecto desde la comisaría hasta el lugar del robo los agentes se vieron obligados a tomar el carril bici y se confundieron en más de una ocasión y dieron vueltas de más. Además, a un agente de policía se le salió la cadena y fue incapaz de ajustarla otra vez. Los ladrones, que llevaban entrenando para salir a la carrera en cuanto abandonaran el banco, no sufrieron ningún percance y el golpe fue un éxito.
Todavía sentado y con los brazos sobre la mesa, el jefe de bomberos no pudo quitarse de la cabeza la historia de la manguera. El último incendio que se había producido en un ático del Coso Alto había dejado en evidencia a todo el cuerpo de bomberos. Como no se podía llegar con los camiones, habían estado practicando en el parque para salir en carrera cargando la manguera a cuestas. Cada hombre iba diez metros detrás del compañero, todos con la goma al hombro, y a la espera del aviso que llegaba desde el parque cuando se abría el grifo. No sé de quién fue la idea de dejar primero a Bermúdez. El pobre no tenía ningún sentido de la orientación y confundió más de una vez la calle por la que tenía que circular. La manguera se encontró a sí misma y se formó entre la calle Lizana y el Coso Bajo un nudo que no hubo manera de deshacer. Al final, los del bar Brasil pudieron apagar el fuego a base de botellas de agua y con la ayuda de unos zancos que una asociación de animadores socioculturales con sede en el mismo Coso ofreció generosamente. Fue entonces cuando al Ayuntamiento se le ocurrió la brillante idea de llamar al Ayuntamiento de Valls para solicitar ayuda.
El jefe de bomberos se levantó de repente. No podía creerlo. El griterío había cesado. Se levantó y abrió la puerta. Eso estaba mejor. ¿A qué habían traído a todos aquellos individuos al parque de bomberos? El agente Sorribas se lo había dejado claro. Era decisión del Ayuntamiento, la ayuda que habían prometido desde la comunidad autónoma vecina. Desde el pasillo, el jefe observó los camiones, muertos de risa. Llevaban tiempo sin usarse porque no había manera de que la autoridad se bajara del burro y concediera el permiso a los bomberos para que pudieran salir a cumplir con su deber. Los dichosos maceteros gigantescos hacían imposible que el camión de bomberos transitara por las calles peatonales y accediera a las viviendas desde las que se recibían los avisos. Era graciosa la última genialidad de la alcaldía. El jefe de bomberos no había estado presente cuando el Ayuntamiento comunicó la noticia a todos los cuerpos y fuerzas de seguridad de la ciudad de Huesca. No se lo creyó cuando se lo comunicaron.
Resulta que el Ayuntamiento de Valls, en Tarragona, había accedido gustosamente a ceder durante una temporada, a modo de prueba, a una treintena de muchachos que habían sido seleccionados por la Coordinadora de Castellers de Cataluña para que suplieran la altura que escalera y camión de bomberos solían ofrecer para el trabajo del cuerpo de bomberos. De esta forma, y con la celeridad que tanto impresionó al equipo de gobierno local, en unos minutos el bombero podía irrumpir en el piso en el que se produjera el incendio y así conseguir sofocarlo. También los chicos y las chicas tenían que ponerse a hacer ejercicio, pues la carrera desde el parque hasta la vivienda no se la quitaba nadie y la fuerza para sujetar al bombero que debía ascender por el arracimado grupo de muchachos iba a requerir unas cuantas horas de gimnasio. No se podía creer el jefe de bomberos que estuviera dándole vueltas a todas estas cosas. Salió a la calle y se echó un cigarro. Cuando iba a volver al despacho descubrió, en lo alto de la rama de un platanero, cómo un gato intentaba inútilmente bajar al suelo. Entonces vio cómo circulaba por debajo una bicicleta, pues el carril bici permitía el paso justo en ese punto. Antes de volver adentro, el jefe de bomberos dejó escapar sus pensamientos.
LA NOVIA (Cuadro segundo de la peatonalización)
–Venía a buscar unas zapatillas de deporte.
– ¿Qué deporte es el que practica?
–Ninguno.
–No la entiendo.
–Es que me caso este sábado, ¿sabe?
–Eso lo explica todo. Venga usted por aquí. Sé lo que está buscando exactamente.
Al dependiente de la tienda de deportes del Centro Comercial Coso Real ya no le sorprendía nada. Llevaba muy poquitos días trabajando allí, pero se había pasado los dos últimos años detrás del mostrador del Decathlon, en el pasillo de calzado deportivo y accesorios de senderismo, y ya en los últimos meses no era raro que se descolgara una novia por allí buscando zapatillas resistentes y fáciles de quitar y poner. Al principio no se lo podía creer y, cuando se lo comentaba a sus compañeros de pasillos colindantes, se reían de él.
El dependiente observaba ahora cómo la futura esposa se calzaba los tenis, daba una vuelta por el establecimiento y hacía el amago de impulsarse y echar a correr. Exactamente igual que las otras chicas. Recordaba exactamente a aquella que le había pedido unas bambas de tela, transpirables, porque sus pies no sabía si iban a jugarle una mala pasada en la iglesia, cuando se cambiara para la ceremonia. Cuando el cura fuera a dar el paso a las lecturas y toda la parroquia tomara asiento, la novia aprovecharía para quitarse las zapatillas y ponerse los zapatos blancos. Otra muchacha le había sorprendido probándose unas medias antes de introducir sus pies en unas zapatillas con suspensión y agarre extraordinarios. La última que recordaba del Decathlon le había pedido un calzador que llevaría colgando del vestido incrustado dentro de un abanico precioso. En una boda veraniega no levantaría ninguna sospecha.
¿Por qué esta costumbre absurda que se estaba extendiendo por la ciudad? Todo se debía a la dichosa peatonalización. Desde que la alcaldía había impuesto su Plan de Movilidad para el casco urbano de la ciudad de Huesca, ya no había manera de acceder a la parroquia de Santa Ana en vehículo rodado. La tradición que exigía que la novia se aproximara a la iglesia acompañada por su padre en un espectacular vehículo rodado se había desintegrado definitivamente. Ahora la ciudad era peatonal en todo el centro y no era posible que un solo coche se aproximara a los aledaños de la iglesia. Antes de esto, no era inusual que las novias hicieran régimen o se pusieran a dieta antes de su boda. Sin embargo, el sacrificio que antes soportaban las incautas para poder meterse dentro del vestido, se les exigía ahora para que pudieran aguantar el kilómetro y medio que tenían que recorrer desde sus casas hasta la puerta de la iglesia. Muchas novias salían a correr todos los días un mes o dos meses antes del sí quiero. No estaban por la labor de correr ningún riesgo y desfallecer antes de cruzar el umbral del hermoso templo adornado con flores. No era broma. En las tiendas de vestidos de novias y trajes de madrina ya se estaban planteando dedicar un par de estantes para zapatillas de deporte “pro novias”. Era de locos.
A la chica le convencían estas. Creía que eran las ideales. El color ahuesado no le vendría mal al tono del vestido, desde luego. Lo más importante es que eran muy cómodas y resistentes. Una no sabía qué tiempo iba a hacer. No quería que se le recalenteran los pies, si hacía excesivo calor, ni que se le inflamaran de tal forma que no pudiera luego calzarse los zapatos de tacón en el intercambio de las lecturas, entre la del profeta y la del apóstol san Pablo. La chica estaba decidida y volvió a meter en su caja las zapatillas. Ahora se daba cuenta de que era la cuarta tienda de deportes que visitaba. Le había costado más decidir las zapatillas que el vestido y los zapatos del traje de novia. Pero ella era de Huesca, nacida y criada aquí. Desde que su novio hincó rodilla en las Pajaritas para pedir su mano, sabía que tenía que prepararse para la boda en Santa Ana. Psicológicamente estaba más que preparada para este importantísimo paso en su vida. Físicamente no tanto. Quedaría con algunas amigas, saldría a correr con frecuencia y se compraría unas zapatillas de deporte. Llevaba ya varios días corriendo y ahora, con la caja de zapatillas en su bolsa y el joven dependiente y su sonrisa perdiéndose de vista, todo estaba hecho. Solamente quedaba una cosa: levantarse en las mejores condiciones para el par de kilómetros que iba a tener que realizar junto a su padre para llegar perfecta y ponerse al lado de su chico junto al altar. El sábado se casaba y las zapatillas que colgaban ahora de la bolsa de plástico formarían parte de ese momento. Además, pensaba la muchacha mientras paseaba hasta su casa, no era mala idea volver a ponérselas para el baile, la barra libre y lo que se terciara.
LA NOVIA (Cuadro segundo de la peatonalización)
–Venía a buscar unas zapatillas de deporte.
– ¿Qué deporte es el que practica?
–Ninguno.
–No la entiendo.
–Es que me caso este sábado, ¿sabe?
–Eso lo explica todo. Venga usted por aquí. Sé lo que está buscando exactamente.
Al dependiente de la tienda de deportes del Centro Comercial Coso Real ya no le sorprendía nada. Llevaba muy poquitos días trabajando allí, pero se había pasado los dos últimos años detrás del mostrador del Decathlon, en el pasillo de calzado deportivo y accesorios de senderismo, y ya en los últimos meses no era raro que se descolgara una novia por allí buscando zapatillas resistentes y fáciles de quitar y poner. Al principio no se lo podía creer y, cuando se lo comentaba a sus compañeros de pasillos colindantes, se reían de él.
El dependiente observaba ahora cómo la futura esposa se calzaba los tenis, daba una vuelta por el establecimiento y hacía el amago de impulsarse y echar a correr. Exactamente igual que las otras chicas. Recordaba exactamente a aquella que le había pedido unas bambas de tela, transpirables, porque sus pies no sabía si iban a jugarle una mala pasada en la iglesia, cuando se cambiara para la ceremonia. Cuando el cura fuera a dar el paso a las lecturas y toda la parroquia tomara asiento, la novia aprovecharía para quitarse las zapatillas y ponerse los zapatos blancos. Otra muchacha le había sorprendido probándose unas medias antes de introducir sus pies en unas zapatillas con suspensión y agarre extraordinarios. La última que recordaba del Decathlon le había pedido un calzador que llevaría colgando del vestido incrustado dentro de un abanico precioso. En una boda veraniega no levantaría ninguna sospecha.
¿Por qué esta costumbre absurda que se estaba extendiendo por la ciudad? Todo se debía a la dichosa peatonalización. Desde que la alcaldía había impuesto su Plan de Movilidad para el casco urbano de la ciudad de Huesca, ya no había manera de acceder a la parroquia de Santa Ana en vehículo rodado. La tradición que exigía que la novia se aproximara a la iglesia acompañada por su padre en un espectacular vehículo rodado se había desintegrado definitivamente. Ahora la ciudad era peatonal en todo el centro y no era posible que un solo coche se aproximara a los aledaños de la iglesia. Antes de esto, no era inusual que las novias hicieran régimen o se pusieran a dieta antes de su boda. Sin embargo, el sacrificio que antes soportaban las incautas para poder meterse dentro del vestido, se les exigía ahora para que pudieran aguantar el kilómetro y medio que tenían que recorrer desde sus casas hasta la puerta de la iglesia. Muchas novias salían a correr todos los días un mes o dos meses antes del sí quiero. No estaban por la labor de correr ningún riesgo y desfallecer antes de cruzar el umbral del hermoso templo adornado con flores. No era broma. En las tiendas de vestidos de novias y trajes de madrina ya se estaban planteando dedicar un par de estantes para zapatillas de deporte “pro novias”. Era de locos.
A la chica le convencían estas. Creía que eran las ideales. El color ahuesado no le vendría mal al tono del vestido, desde luego. Lo más importante es que eran muy cómodas y resistentes. Una no sabía qué tiempo iba a hacer. No quería que se le recalenteran los pies, si hacía excesivo calor, ni que se le inflamaran de tal forma que no pudiera luego calzarse los zapatos de tacón en el intercambio de las lecturas, entre la del profeta y la del apóstol san Pablo. La chica estaba decidida y volvió a meter en su caja las zapatillas. Ahora se daba cuenta de que era la cuarta tienda de deportes que visitaba. Le había costado más decidir las zapatillas que el vestido y los zapatos del traje de novia. Pero ella era de Huesca, nacida y criada aquí. Desde que su novio hincó rodilla en las Pajaritas para pedir su mano, sabía que tenía que prepararse para la boda en Santa Ana. Psicológicamente estaba más que preparada para este importantísimo paso en su vida. Físicamente no tanto. Quedaría con algunas amigas, saldría a correr con frecuencia y se compraría unas zapatillas de deporte. Llevaba ya varios días corriendo y ahora, con la caja de zapatillas en su bolsa y el joven dependiente y su sonrisa perdiéndose de vista, todo estaba hecho. Solamente quedaba una cosa: levantarse en las mejores condiciones para el par de kilómetros que iba a tener que realizar junto a su padre para llegar perfecta y ponerse al lado de su chico junto al altar. El sábado se casaba y las zapatillas que colgaban ahora de la bolsa de plástico formarían parte de ese momento. Además, pensaba la muchacha mientras paseaba hasta su casa, no era mala idea volver a ponérselas para el baile, la barra libre y lo que se terciara.
EL CICLISTA (Cuadro tercero de la peatonalización)
– ¿De verdad que no quieres quedarte un ratito más?
–Tengo que irme, mamá. No te preocupes tanto. Se me hace tarde y ya debería de habErme marchado hace tiempo.
– ¿Llevas todo lo que necesitas? ¿Me harás una perdida cuando llegues? Hijo mío, no me dejes con la preocupación.
–Sí, no te angusties. Adiós.
–Hijo mío…
La mujer no ha podido evitar retener a su hijo y cubrirlo de besos. Enseguida el muchacho se ha desembarazado de ella, arrancándola de sus brazos como cuando despega el velcro de sus botines de bicicleta, y ha arrastrado su vehículo por el oscuro y estrecho pasillo. El ascensor se ha puesto en funcionamiento y no ha tardado en llegar. La puerta metálica se ha abierto y el muchacho, que tiene más que calculado el espacio y los movimientos dentro de la cabina, observa ahora su propio rostro, concentrado y sereno, en el espejo. La bicicleta queda encajada y con pericia el muchacho asegura la cinta de su casco. Su madre, que todavía no ha podido separarse de la puerta de casa, no tiene fuerzas para asomarse a la ventana y ver salir a su hijo único del edificio. Cierra los ojos. No puede evitar el recuerdo que su abuela les repetía a ella y a sus hermanos, cuando eran muy pequeños, de cuando el abuelo había marchado al frente, del que no había vuelto jamás.
La mujer permanece con el rostro cubierto de lágrimas adherida a la puerta, inmóvil como una salamanquesa en una calurosa noche veraniega. Sin fuerzas para abandonar ese lugar, se desliza despacio hasta quedar postrada en el suelo. Desde allí le va a ser imposible evitar toda una cascada de presagios y peligros que su cerebro fabrica empujado por el miedo.
El muchacho es muy joven todavía. Hace unos años, su padre cometió la imprudencia de regalarle una bicicleta de carreras y el chico ha ido completando aquel error con todos los accesorios imaginables. Al principio se contentaba con las salidas matinales de los domingos. Iba con su padre y con un grupo de aficionados entre los que se incluían vecinos y amigos de cuya prudencia la buena mujer no se atrevía a dudar. Nunca había ocurrido nada y siempre estaban en casa a la hora. Hacían bastantes kilómetros, cogían todo tipo de carreteras y volvían envueltos en cansancio y embadurnados de sudor, pero volvían, puntuales, satisfechos. Aquello no le preocupaba. Nunca le había incomodado, ni siquiera al principio, cuando el niño todavía era inexperto, se cansaba enseguida y manejaba la bicicleta con trazas inseguras. Lo de ahora es lo que era superior a sus fuerzas. Las salidas a la carretera habían concluido. El grupo no había vuelto a organizar ninguna marcha y su padre, que se había largado de casa, ya no estaba ahí para acompañarlo. Sin embargo, aquellas salidas, reconocía la abatida señora, no hubieran sido preocupantes. Lo que de verdad nublaba la mente de aquella madre descompuesta se debía a una decisión más que cuestionable de la ciudad en la que vivían. Desde entonces, el chico había sucumbido a la moda de una ciudad en un enfermizo proceso de peatonalización.
Primero estaban las señales. Nadie le había enseñado a su niño cómo interpretar esas señales. La prioridad era un misterio que se agazapaba detrás de cada una de ellas y, repentinamente, saltaba sobre ciclistas y peatones cubriéndolos de dudas mortales. Después estaban los semáforos, los pasos de cebra, las líneas continuas y discontinuas y aquel color verde desgastado, aunque lo hubieran pintado el día anterior. Hasta entonces, el miedo del ciclista lo habían provocado los adelantamientos agresivos de los vehículos de cuatro ruedas o el peligro de los quitamiedos en aquellas carreteras alejadas de los núcleos urbanos. ¡Cómo había cambiado todo en la ciudad! Ahora el verdadero peligro se escondía, por ejemplo, detrás de aquellas tres mujeres que andaban como si alguien les estuviera pellizcando el trasero, o andaba próximo a aquella niña tirando de un perrito indomable, o se encontraba demasiado cerca de aquel muchacho con cascos que no era capaz de apartarse del asfalto verdecido o de aquel corredor empapado en sudor que olvidaba que su sitio era el parque, una pista de tierra o, al menos, la acera que acompañaba al fatídico carril bici.
¿Eso era todo? No, por cierto. En la delirante imaginación y en el desquiciante proyecto de peatonalización de la ciudad, se habían ideado unas trampas mortales en la calzada, que eran producto de una mente desequilibrada. La acera daba la mano a los ciclistas, cuyo carril se veía franqueado por plazas de aparcamiento con vehículos que en cualquier momento podían abrir sus puertas y hacer que los ciclistas salieran despedidos. El copiloto tenía que torear con los valientes de dos ruedas mientras el conductor hacía lo propio con los motorizados de la carretera. Algunas calles se habían convertido en una gigantesca máquina de pin ball de las que hasta hace poco poblaban nuestros bares.
Los pensamientos le han dado una tregua. La mujer ha conseguido levantarse. Ha ido a la cocina y se ha preparado una infusión. Ahora está un poco más tranquila. Ha mirado el móvil. Él todavía no ha llamado y está segura que ya tendría que haber llegado. Otra nube de angustia se cierne sobre su cabeza. No, no puede haber sido capaz. Su hijo no se habrá atrevido a tanto. Un sudor frío recorre su frente y tiene que apoyarse en una silla. Toma asiento y da vueltas a aquel líquido con la cucharilla plateada. ¿Se habrá atrevido a tanto?
Al margen del esquizofrénico carril bici que se había puesto en marcha con la dichosa peatonalización, más de la mitad de las calles de la ciudad habían dejado de ser circulables y los peatones campaban a sus anchas por ellas. Se permitía el paso a ciertos vehículos, nadie sabía con qué criterio y, lo que era peor, las bicis podían hacer allí lo que les viniera en gana. Todavía pocos viandantes tomaban la calzada y se atrevían a circular por el asfalto, pero era cuestión de tiempo que lo hicieran. Una bicicleta confiada que irrumpiera en esas calles podría encontrar cualquier cosa, pues ninguna norma de tráfico tenía jurisdicción allí. La mujer apuró su menta poleo y se quedó paralizada en aquella cocina. La tarde se cerraba sobre ella y ya no tenía fuerzas ni para consultar el teléfono que descansaba cerca de la pila del fregadero.
Cuando el muchacho llegó aquella noche a su casa cayó en la cuenta, nada más salir del ascensor, de que no la había avisado ni había realizado aquella llamada. Es que a quien se lo contara… Que un hombre de treinta años tenga que dar parte a su madre de que había llegado a la Escuela Oficial de Idiomas, que estaba a siete minutos en bici de casa, y a cinco andando, era ridículo y humillante. Sin embargo, estaba tan alterada últimamente la pobre mujer, con aquello de la peatonalización… Cuando entró en casa su madre no aparecía por ningún lado. El chico dejó la bici en la terraza y la llamó. La encontró en su dormitorio, tumbada, con marcas de agitación en sus facciones. Sobre su cuerpo, agarrado por sus manos aún tensas, un plano de la ciudad de Huesca elaborado por el Plan de Movilidad del Ayuntamiento, mostraba orgulloso el recorrido que tanto temor había provocado en aquella mujer. El muchacho tomó entonces una decisión drástica. Al día siguiente se irían a vivir a Zaragoza.
Mariano de Meer, Mercedes Nasarre y Celedonio García en la feria del libro de Zaragoza.
– ¿De verdad que no quieres quedarte un ratito más?
–Tengo que irme, mamá. No te preocupes tanto. Se me hace tarde y ya debería de habErme marchado hace tiempo.
– ¿Llevas todo lo que necesitas? ¿Me harás una perdida cuando llegues? Hijo mío, no me dejes con la preocupación.
–Sí, no te angusties. Adiós.
–Hijo mío…
La mujer no ha podido evitar retener a su hijo y cubrirlo de besos. Enseguida el muchacho se ha desembarazado de ella, arrancándola de sus brazos como cuando despega el velcro de sus botines de bicicleta, y ha arrastrado su vehículo por el oscuro y estrecho pasillo. El ascensor se ha puesto en funcionamiento y no ha tardado en llegar. La puerta metálica se ha abierto y el muchacho, que tiene más que calculado el espacio y los movimientos dentro de la cabina, observa ahora su propio rostro, concentrado y sereno, en el espejo. La bicicleta queda encajada y con pericia el muchacho asegura la cinta de su casco. Su madre, que todavía no ha podido separarse de la puerta de casa, no tiene fuerzas para asomarse a la ventana y ver salir a su hijo único del edificio. Cierra los ojos. No puede evitar el recuerdo que su abuela les repetía a ella y a sus hermanos, cuando eran muy pequeños, de cuando el abuelo había marchado al frente, del que no había vuelto jamás.
La mujer permanece con el rostro cubierto de lágrimas adherida a la puerta, inmóvil como una salamanquesa en una calurosa noche veraniega. Sin fuerzas para abandonar ese lugar, se desliza despacio hasta quedar postrada en el suelo. Desde allí le va a ser imposible evitar toda una cascada de presagios y peligros que su cerebro fabrica empujado por el miedo.
El muchacho es muy joven todavía. Hace unos años, su padre cometió la imprudencia de regalarle una bicicleta de carreras y el chico ha ido completando aquel error con todos los accesorios imaginables. Al principio se contentaba con las salidas matinales de los domingos. Iba con su padre y con un grupo de aficionados entre los que se incluían vecinos y amigos de cuya prudencia la buena mujer no se atrevía a dudar. Nunca había ocurrido nada y siempre estaban en casa a la hora. Hacían bastantes kilómetros, cogían todo tipo de carreteras y volvían envueltos en cansancio y embadurnados de sudor, pero volvían, puntuales, satisfechos. Aquello no le preocupaba. Nunca le había incomodado, ni siquiera al principio, cuando el niño todavía era inexperto, se cansaba enseguida y manejaba la bicicleta con trazas inseguras. Lo de ahora es lo que era superior a sus fuerzas. Las salidas a la carretera habían concluido. El grupo no había vuelto a organizar ninguna marcha y su padre, que se había largado de casa, ya no estaba ahí para acompañarlo. Sin embargo, aquellas salidas, reconocía la abatida señora, no hubieran sido preocupantes. Lo que de verdad nublaba la mente de aquella madre descompuesta se debía a una decisión más que cuestionable de la ciudad en la que vivían. Desde entonces, el chico había sucumbido a la moda de una ciudad en un enfermizo proceso de peatonalización.
Primero estaban las señales. Nadie le había enseñado a su niño cómo interpretar esas señales. La prioridad era un misterio que se agazapaba detrás de cada una de ellas y, repentinamente, saltaba sobre ciclistas y peatones cubriéndolos de dudas mortales. Después estaban los semáforos, los pasos de cebra, las líneas continuas y discontinuas y aquel color verde desgastado, aunque lo hubieran pintado el día anterior. Hasta entonces, el miedo del ciclista lo habían provocado los adelantamientos agresivos de los vehículos de cuatro ruedas o el peligro de los quitamiedos en aquellas carreteras alejadas de los núcleos urbanos. ¡Cómo había cambiado todo en la ciudad! Ahora el verdadero peligro se escondía, por ejemplo, detrás de aquellas tres mujeres que andaban como si alguien les estuviera pellizcando el trasero, o andaba próximo a aquella niña tirando de un perrito indomable, o se encontraba demasiado cerca de aquel muchacho con cascos que no era capaz de apartarse del asfalto verdecido o de aquel corredor empapado en sudor que olvidaba que su sitio era el parque, una pista de tierra o, al menos, la acera que acompañaba al fatídico carril bici.
¿Eso era todo? No, por cierto. En la delirante imaginación y en el desquiciante proyecto de peatonalización de la ciudad, se habían ideado unas trampas mortales en la calzada, que eran producto de una mente desequilibrada. La acera daba la mano a los ciclistas, cuyo carril se veía franqueado por plazas de aparcamiento con vehículos que en cualquier momento podían abrir sus puertas y hacer que los ciclistas salieran despedidos. El copiloto tenía que torear con los valientes de dos ruedas mientras el conductor hacía lo propio con los motorizados de la carretera. Algunas calles se habían convertido en una gigantesca máquina de pin ball de las que hasta hace poco poblaban nuestros bares.
Los pensamientos le han dado una tregua. La mujer ha conseguido levantarse. Ha ido a la cocina y se ha preparado una infusión. Ahora está un poco más tranquila. Ha mirado el móvil. Él todavía no ha llamado y está segura que ya tendría que haber llegado. Otra nube de angustia se cierne sobre su cabeza. No, no puede haber sido capaz. Su hijo no se habrá atrevido a tanto. Un sudor frío recorre su frente y tiene que apoyarse en una silla. Toma asiento y da vueltas a aquel líquido con la cucharilla plateada. ¿Se habrá atrevido a tanto?
Al margen del esquizofrénico carril bici que se había puesto en marcha con la dichosa peatonalización, más de la mitad de las calles de la ciudad habían dejado de ser circulables y los peatones campaban a sus anchas por ellas. Se permitía el paso a ciertos vehículos, nadie sabía con qué criterio y, lo que era peor, las bicis podían hacer allí lo que les viniera en gana. Todavía pocos viandantes tomaban la calzada y se atrevían a circular por el asfalto, pero era cuestión de tiempo que lo hicieran. Una bicicleta confiada que irrumpiera en esas calles podría encontrar cualquier cosa, pues ninguna norma de tráfico tenía jurisdicción allí. La mujer apuró su menta poleo y se quedó paralizada en aquella cocina. La tarde se cerraba sobre ella y ya no tenía fuerzas ni para consultar el teléfono que descansaba cerca de la pila del fregadero.
Cuando el muchacho llegó aquella noche a su casa cayó en la cuenta, nada más salir del ascensor, de que no la había avisado ni había realizado aquella llamada. Es que a quien se lo contara… Que un hombre de treinta años tenga que dar parte a su madre de que había llegado a la Escuela Oficial de Idiomas, que estaba a siete minutos en bici de casa, y a cinco andando, era ridículo y humillante. Sin embargo, estaba tan alterada últimamente la pobre mujer, con aquello de la peatonalización… Cuando entró en casa su madre no aparecía por ningún lado. El chico dejó la bici en la terraza y la llamó. La encontró en su dormitorio, tumbada, con marcas de agitación en sus facciones. Sobre su cuerpo, agarrado por sus manos aún tensas, un plano de la ciudad de Huesca elaborado por el Plan de Movilidad del Ayuntamiento, mostraba orgulloso el recorrido que tanto temor había provocado en aquella mujer. El muchacho tomó entonces una decisión drástica. Al día siguiente se irían a vivir a Zaragoza.
Mariano de Meer, Mercedes Nasarre y Celedonio García en la feria del libro de Zaragoza. |
La gasolinera (Cuadro cuarto de la peatonalización))
– ¿Qué estás haciendo, Pepa?
–Terminando la de Camela. Me va a quedar casi mejor que la de Metálica. Creo que hoy la tendré lista.
–Te está saliendo muy resultona. La verdad es que tienes un gusto... Se van a vender como rosquillas, cariño. Voy sacando la manta, si te parece. He pensado en dejar solamente las carátulas y no exponer ni bolsos ni collares ni abalorios.
–Será lo mejor… ¡Escucha! Es el ruido de un motor. Este para, estoy segura, Paco.
Si no llega a ser por los surtidores inconfundibles y el mono y la riñonera de aquellos dos individuos, el conductor del Renault Megane gris con bollo incorporado en la puerta del copiloto nunca hubiera detenido su vehículo en aquel lugar. Pero estaba desesperado. Nadie le había avisado de los nuevos cambios en la ciudad y, en un despiste fatal, se había colado por el centro de Huesca. Había sido imposible esquivar aquel macetero enorme porque le había despistado la escena que se había producido en la puerta de Mango. Una muchacha le gritaba a una anciana y hacía aspavientos para hacerse entender. Las dos mujeres intentaban separar dos carritos Mckinley que se habían quedado enganchados, mientras sus ocupantes observaban incrédulos el panorama. La anciana sacaba un papel rosáceo y pedía a gritos un bolígrafo con la intención de rellenar un parte amistoso de accidentes, mientras la jovencita intentaba atraer la atención de un empleado de la tienda de ropa que suficiente tenía con cargar con una veintena de bolsas y dar alcance a dos clientas que taconeaban excitadísimas.
Ahora, en aquella gasolinera solitaria, el golpe contra el macetero de piedra que siguió al choque frontal de los dos carritos de bebé, apenas preocupaba a su conductor. La gasolinera en la que se había detenido era tan siniestra que le había hecho olvidar de golpe y porrazo, nunca mejor dicho, el dineral que le pedirían en la chapistería por el arreglo de la puerta. La gasolinera tenía toda la pinta de las de las películas americanas en las que el coche averiado que siempre conducía una jovencita incauta sufría el tosco examen de un empleado que aseguraba que los recambios no llegarían hasta el día siguiente y que sugería a la muchacha buscar alojamiento en un hostal perdido en la carretera en donde se encontraría con un psicópata que le haría la vida imposible. El conductor del Megane se sacudió este pensamiento de la cabeza, con banda sonora incluida y, mientras salía del coche e indicaba al encargado que le llenara el depósito, recordó otra de las escenas que acababa de presenciar en el Coso.
Nada más dejar las cuatro esquinas, conduciendo su coche a la mínima velocidad –de hecho un ciego con un bastón descontrolado, más parecido a un zahorí que a un invidente, le había sacado enorme ventaja antes de llegar a los juzgados–, había observado incrédulo cómo tres empleados de correos, con el uniforme amarillo de rigor, calzando unas zapatillas de marca y mostrando en sus uniformes unos dorsales con números enormes, le adelantaban sin pestañear. Entonces, el boquiabierto conductor pudo observar que en la espalda, impresas en su sudadera, aquellos empleados exhibían todas las carreras populares, medias maratones y carreras de cross en las que supuestamente habían participado. Tiempo después, cuando el Megane rebasaba por fin la iglesia de la Compañía, el conductor se encontró más solo que nunca. Todo eran bicicletas, peatones y carritos, algún furgón de reparto y grupos de corredores. Ningún otro vehículo se había aventurado a atravesar aquellas calles recién peatonalizadas y un sudor frío recorrió todo su cuerpo. Fue en ese momento cuando decidió hacer un alto y se dio de bruces con lo que parecía ser una gasolinera perdida en medio de la nada. Al menos lo habían atendido enseguida, habían sido educados y podía irse a casa por una calzada sobre la que otros coches como el suyo circularían sin ningún problema. Cuando iba a pagar y meterse en el coche para abandonar aquel lugar, la pareja que estaba al cargo del establecimiento se dirigió a él. Hablaron unos minutos y después de aquella conversación el dueño del Megane gris salió a escape y llegó a su casa tras acumular media docena de multas por velocidad, pues no perdonó ni uno solo de los radares fijos que atravesó.
Todo había sucedido muy rápido. La mujer le había dicho al único cliente del día que si le gustaba la música. El otro encargado permanecía callado y escribía algo en un cuaderno enorme sobre el que apoyaba su cabeza. Ante el silencio del conductor del Megane, la señora había desplegado una sábana de tela sobre la que se amontonaban cientos de carátulas de discos de pop, rock y todas las tendencias musicales existentes. Aquella buena mujer aseguraba que las había pintado ella y que ella misma había cortado y configurado tales carcasas. Mientras su esposa vendía el curioso producto, el encargado había extraído su cabeza de las profundidades del cuaderno y había confirmado todas y cada una de las palabras de la parienta. Ahora se dejaba ver el contenido de aquellas hojas de cuaderno: eran sudokus y sopas de letras, crucigramas y todo tipo de pasatiempos que el tipo aquel ideaba mañana y tarde, como él mismo comenzó a explicarle al del Megane. Mientras el hombre confeccionaba y resolvía pasatiempos, su esposa había encontrado esa otra ocupación artística y de esta forma dedicaban los dos todo el tiempo que había dejado de robarles el trabajo de una estación de servicio. De vez en cuando, había dicho la mujer, grupos de niños de infantil y primaria de los colegios de los alrededores hacían visitas con sus maestros y profesores y estos les hablaban del funcionamiento de una gasolinera. Los ciclistas también se apelotonaban de cuando en cuando para poner a punto las ruedas de sus bicicletas y muchas de las salidas se organizaban desde aquella isleta con surtidores.
Las últimas palabras del encargado fueron las que precipitaron la huida al volante del protagonista de aquel día de pesadilla. Por lo visto, el cuñado del empleado de la gasolinera había traído la negra a toda la familia y eso debía de ser contagioso. El hermano de su mujer, había asegurado el encargado, que ya estaba envolviendo una carátula de Melón Diesel para aquel simpático cliente del Megane, había montado un puesto de hamburguesas y salchichas en una urbanización del pueblo. Después de una inversión extraordinaria y un trabajo extenuante, el cuñado, que era un primo, había recibido un tremendo varapalo. Aquellas casas las había comprado un reputado miembro de la asociación de veganos de la provincia y eso había atraído a muchos que querían encontrar un espacio en donde compartir creencias y modos de vivir y entender la vida. No había vendido ni las patatas fritas. Desde entonces, continuaba el empleado con los ojos brillantes, secándose furtivas lágrimas en un rollo de papel impecable que no había manera de que se gastara, Huesca se transformó en peatonal y la gasolinera empezó a convertirse en un oasis inútil en medio del desierto automovilístico de la ciudad. Era la isla desierta en la que nadie se atrevía a desembarcar. En el momento en que había llegado aquel cliente, la pareja de la gasolinera no pudo reprimirse y al atemorizado conductor del Megane ya le habían puesto un nombre: Miércoles. Quizá si no le hubieran contado esto último a aquel hombre no habría desaparecido para siempre.
– ¿Qué estás haciendo, Pepa?
–Terminando la de Camela. Me va a quedar casi mejor que la de Metálica. Creo que hoy la tendré lista.
–Te está saliendo muy resultona. La verdad es que tienes un gusto... Se van a vender como rosquillas, cariño. Voy sacando la manta, si te parece. He pensado en dejar solamente las carátulas y no exponer ni bolsos ni collares ni abalorios.
–Será lo mejor… ¡Escucha! Es el ruido de un motor. Este para, estoy segura, Paco.
Si no llega a ser por los surtidores inconfundibles y el mono y la riñonera de aquellos dos individuos, el conductor del Renault Megane gris con bollo incorporado en la puerta del copiloto nunca hubiera detenido su vehículo en aquel lugar. Pero estaba desesperado. Nadie le había avisado de los nuevos cambios en la ciudad y, en un despiste fatal, se había colado por el centro de Huesca. Había sido imposible esquivar aquel macetero enorme porque le había despistado la escena que se había producido en la puerta de Mango. Una muchacha le gritaba a una anciana y hacía aspavientos para hacerse entender. Las dos mujeres intentaban separar dos carritos Mckinley que se habían quedado enganchados, mientras sus ocupantes observaban incrédulos el panorama. La anciana sacaba un papel rosáceo y pedía a gritos un bolígrafo con la intención de rellenar un parte amistoso de accidentes, mientras la jovencita intentaba atraer la atención de un empleado de la tienda de ropa que suficiente tenía con cargar con una veintena de bolsas y dar alcance a dos clientas que taconeaban excitadísimas.
Ahora, en aquella gasolinera solitaria, el golpe contra el macetero de piedra que siguió al choque frontal de los dos carritos de bebé, apenas preocupaba a su conductor. La gasolinera en la que se había detenido era tan siniestra que le había hecho olvidar de golpe y porrazo, nunca mejor dicho, el dineral que le pedirían en la chapistería por el arreglo de la puerta. La gasolinera tenía toda la pinta de las de las películas americanas en las que el coche averiado que siempre conducía una jovencita incauta sufría el tosco examen de un empleado que aseguraba que los recambios no llegarían hasta el día siguiente y que sugería a la muchacha buscar alojamiento en un hostal perdido en la carretera en donde se encontraría con un psicópata que le haría la vida imposible. El conductor del Megane se sacudió este pensamiento de la cabeza, con banda sonora incluida y, mientras salía del coche e indicaba al encargado que le llenara el depósito, recordó otra de las escenas que acababa de presenciar en el Coso.
Nada más dejar las cuatro esquinas, conduciendo su coche a la mínima velocidad –de hecho un ciego con un bastón descontrolado, más parecido a un zahorí que a un invidente, le había sacado enorme ventaja antes de llegar a los juzgados–, había observado incrédulo cómo tres empleados de correos, con el uniforme amarillo de rigor, calzando unas zapatillas de marca y mostrando en sus uniformes unos dorsales con números enormes, le adelantaban sin pestañear. Entonces, el boquiabierto conductor pudo observar que en la espalda, impresas en su sudadera, aquellos empleados exhibían todas las carreras populares, medias maratones y carreras de cross en las que supuestamente habían participado. Tiempo después, cuando el Megane rebasaba por fin la iglesia de la Compañía, el conductor se encontró más solo que nunca. Todo eran bicicletas, peatones y carritos, algún furgón de reparto y grupos de corredores. Ningún otro vehículo se había aventurado a atravesar aquellas calles recién peatonalizadas y un sudor frío recorrió todo su cuerpo. Fue en ese momento cuando decidió hacer un alto y se dio de bruces con lo que parecía ser una gasolinera perdida en medio de la nada. Al menos lo habían atendido enseguida, habían sido educados y podía irse a casa por una calzada sobre la que otros coches como el suyo circularían sin ningún problema. Cuando iba a pagar y meterse en el coche para abandonar aquel lugar, la pareja que estaba al cargo del establecimiento se dirigió a él. Hablaron unos minutos y después de aquella conversación el dueño del Megane gris salió a escape y llegó a su casa tras acumular media docena de multas por velocidad, pues no perdonó ni uno solo de los radares fijos que atravesó.
Todo había sucedido muy rápido. La mujer le había dicho al único cliente del día que si le gustaba la música. El otro encargado permanecía callado y escribía algo en un cuaderno enorme sobre el que apoyaba su cabeza. Ante el silencio del conductor del Megane, la señora había desplegado una sábana de tela sobre la que se amontonaban cientos de carátulas de discos de pop, rock y todas las tendencias musicales existentes. Aquella buena mujer aseguraba que las había pintado ella y que ella misma había cortado y configurado tales carcasas. Mientras su esposa vendía el curioso producto, el encargado había extraído su cabeza de las profundidades del cuaderno y había confirmado todas y cada una de las palabras de la parienta. Ahora se dejaba ver el contenido de aquellas hojas de cuaderno: eran sudokus y sopas de letras, crucigramas y todo tipo de pasatiempos que el tipo aquel ideaba mañana y tarde, como él mismo comenzó a explicarle al del Megane. Mientras el hombre confeccionaba y resolvía pasatiempos, su esposa había encontrado esa otra ocupación artística y de esta forma dedicaban los dos todo el tiempo que había dejado de robarles el trabajo de una estación de servicio. De vez en cuando, había dicho la mujer, grupos de niños de infantil y primaria de los colegios de los alrededores hacían visitas con sus maestros y profesores y estos les hablaban del funcionamiento de una gasolinera. Los ciclistas también se apelotonaban de cuando en cuando para poner a punto las ruedas de sus bicicletas y muchas de las salidas se organizaban desde aquella isleta con surtidores.
Las últimas palabras del encargado fueron las que precipitaron la huida al volante del protagonista de aquel día de pesadilla. Por lo visto, el cuñado del empleado de la gasolinera había traído la negra a toda la familia y eso debía de ser contagioso. El hermano de su mujer, había asegurado el encargado, que ya estaba envolviendo una carátula de Melón Diesel para aquel simpático cliente del Megane, había montado un puesto de hamburguesas y salchichas en una urbanización del pueblo. Después de una inversión extraordinaria y un trabajo extenuante, el cuñado, que era un primo, había recibido un tremendo varapalo. Aquellas casas las había comprado un reputado miembro de la asociación de veganos de la provincia y eso había atraído a muchos que querían encontrar un espacio en donde compartir creencias y modos de vivir y entender la vida. No había vendido ni las patatas fritas. Desde entonces, continuaba el empleado con los ojos brillantes, secándose furtivas lágrimas en un rollo de papel impecable que no había manera de que se gastara, Huesca se transformó en peatonal y la gasolinera empezó a convertirse en un oasis inútil en medio del desierto automovilístico de la ciudad. Era la isla desierta en la que nadie se atrevía a desembarcar. En el momento en que había llegado aquel cliente, la pareja de la gasolinera no pudo reprimirse y al atemorizado conductor del Megane ya le habían puesto un nombre: Miércoles. Quizá si no le hubieran contado esto último a aquel hombre no habría desaparecido para siempre.
El problema de la sociedad actual es la falta de comunicación
(Cuadro quinto de la peatonalización)
DISCULPE, ¿HABLO CON EL TITULAR DE LA LÍNEA?
Acaba de levantarse. Ha ido al servicio. El camarero del Flor me ha hecho un guiño y he sonreído, mirando a mi alrededor absolutamente satisfecho. Me he servido más Somontano. Desde luego, el vino contribuye a que mi sonrisa sea incapaz de desdibujarse de mi rostro. Su voz todavía no quiere abandonar mi mente y se enrosca en mis oídos suave y delicadamente, tan dulcemente que no me va a hacer falta pedir postre. Cuando vuelva pienso atreverme a pedirle el teléfono y a insinuar que me encantaría que me acompañara a ver la última de Woody Allen a los Multicines.
Ha vuelto a sentarse y me encanta cómo se coloca la servilleta sobre su falda. Es una preciosidad y su acento va a volverme loco. Ha pedido un café bombón y el cumplido no he podido callármelo. Le ha encantado y se ha ruborizado. Es el momento de atacar. Nuestra historia, si todo va bien, será para grabarla y reproducirla una y otra vez. Antes de la proposición que voy a hacerle, toda nuestra aventura se repite en mi interior. Es de película. El guión, de lo más simple.
Chico está aburrido en casa. Chico coge el teléfono. Chica llama para ofrecer condiciones inmejorables de su aparato de telefonía móvil. Chico escucha atentamente y acepta todo lo que ella dispone. Chico asalta con pregunta sorprendente. Chica reacciona encantada y ambos quedan para cenar el sábado siguiente. La cena es un éxito y solamente falta poner la guinda al pastel. Eso es lo que toca ahora. Allá voy.
– ¿Me darás tu número de teléfono? Así estamos en contacto y te invito a al cine un día de estos. Tengo pensada una película que te va a encantar. –Ya está. Ya lo he dicho.
–No puedo darte mi número porque no tengo teléfono móvil –dice, mientras clava en mi mano izquierda una uña azul. Tengo que dejar de leer a Bécquer, lo sé.
– ¿Me tomas el pelo? ¡Si te dedicas a eso! –replico, apartando bruscamente mi mano de sus dedos afilados.
–Ya ves. Estas son nuestras condiciones laborales. –Ella parece abatida. Sé que le gusto y tengo que luchar. Me levanto y le hablo apasionadamente.
-Vas a decirme quién te contrató e iré a hablar con él. La próxima vez que nos veamos tú tendrás un móvil de última generación y yo te escribiré los mensajes más hermosos que nunca hayas recibido.
-Fue en una empresa de trabajo temporal. En la calle Zaragoza, me parece. Gracias. Me siento tan abochornada… -No ha terminado la frase porque ha huido a la velocidad de la banda ancha. Yo voy a pagar la cuenta y me iré a casa. Esto lo arreglo el mismo lunes.
El Coso ya es peatonal |
Lunes. Estoy en un banco orientado hacia ninguna parte en medio del Coso Alto. A mi derecha, un anciano en batería que suelen recoger cuando empieza a oscurecer. Lo he visto muchos días allí, solo o en compañía de otras personas mayores. A mi izquierda hay un macetero con una planta de no sé qué especie. No sé cuál es su fruto, pero dudo mucho de que deban florecer en ella vasos de plástico y cartones de tetra brick. Este es el famoso macetero contra el que se golpeó el paso de la Santa Cena en la procesión de Semana Santa. Desde entonces ha recuperado el nombre de Última Cena, porque ya no va a volver a salir el año que viene.
Llevo aquí desde las dos de la tarde y no me quiero ir a casa. He perdido a la chica de mi vida, a mi media naranja, como dicen los cursis. La escena que he protagonizado esta mañana en la E.T.T. ha anulado todas mis esperanzas. Voy a quedarme aquí hasta que se me olvide todo. Todavía me martillea el alma aquella dichosa entrevista.
–Disculpe, ¿es esta la empresa de trabajo temporal?
–En efecto –dice un señor con bigote y cara de palo.
–Entonces podrá atenderme –respondo esperanzado.
–Tenía que haber venido unos minutos antes. Ya no trabajo aquí. Acaban de despedirme. Tendrá que acudir al nuevo o hablar directamente con la jefe de contrataciones, esa de ahí enfrente –dice, en voz baja, el señor de bigote. Me dirijo al caballero que está al mando y le pregunto por mi chica.
–Lo siento mucho, joven –no se nota en absoluto ese sentimiento ni en sus gestos ni en sus palabras–, pero ya no estoy al mando de este departamento. Acaban de cambiarme de sección.
Como me estaba volviendo loco, decidí marcharme y darme una vuelta por la ciudad hasta que he acabado sentándome en este banco. No puedo tirar la toalla y por eso he optado por una arriesgada maniobra. Voy a volver a llamar a la compañía telefónica para intentar preguntar por ella. Tengo que conseguir que me den su nombre y que me la pasen al teléfono. Ya he marcado.
Tres horas después subo a casa derrotado. Llevo un menú del Burger King para ahogar mis penas en vacuno. Ahora dispongo de tarifa plana, van a instalarme el módem la semana que viene y tengo hasta tres paquetes de canales de televisión. Dispondré de internet en el móvil y me aplicarán un veinte por ciento de reducción en el precio los seis primeros meses. Sin embargo, no han hecho ni el amago de querer pasarme con ella. He perdido para siempre a la mujer que iba a hacerme feliz. No tengo novia, ni compromiso a la vista. Eso sí. Tengo un contrato de permanencia que me ata más que una hipoteca o que un matrimonio. Lo que faltaba. Se han vuelto a olvidar del ketchup.
Concierto de Raphael (Cuadro sexto de la peatonalización)
–Perdone usted. Creo que nos hemos equivocado.
– ¿Por qué lo dicen? ¿Qué estaban buscando?
–Mi hija solamente quería echar un vistazo a la nueva colección para la temporada de invierno…
–Entonces han venido ustedes al sitio indicado. ¡Arturo!
La muchacha agarró con fuerza el asa corta del bolso bandolera de su madre, la única que se había atrevido a hablar con aquel tío mazas que acababa de dejarlas junto al mostrador. En esa tienda de ropa cara, en lugar de una jovencita de modales delicados, se habían encontrado con que quien las atendía parecía un armario empotrado. El hombre aquel, todo fibra y músculo, era uno de los cincuenta seleccionados en las entrevistas que se habían desarrollado en los últimos dos meses para ocupar los puestos de dependientes en todas las tiendas de ropa de la zona recién peatonalizada. Desde que los camiones de reparto habían sido prohibidos, eran necesarios brazos fuertes para cargar con las necesidades y caprichos de los clientes que danzaban al compás de la moda. Lo importante no era ya vender el producto, sino encontrar a alguien que pudiera distribuirlo y cargar con él, una vez cerrada la venta.
Salió, por fin, el tal Arturo de la trastienda, con varias bolsas y unos porta trajes y acompañó a las dos mujeres hasta su casa. Les daría conversación durante el largo trayecto hasta el hotel en donde se alojaban aquellas distinguidas señoras y ellas, por fuerza, dejarían una buena propina. Cuando llegaron a las cuatro esquinas, una manifestación les salió al encuentro. Era la marea blanca.
– ¿Qué es esto? –preguntó extrañada la hija.
–Es una manifestación. Tenemos que apresurarnos ahora que está la marea baja, porque en cuanto enfilen el Coso Alto y suba la marea ya no habrá manera de llegar al hotel. –El joven Arturo veía con buenos ojos la posibilidad que había ofrecido la peatonalización en la ciudad, porque todas aquellas muestras de libertad y democracia se desarrollaban sin cortes de tráfico ni indignación ciudadana. Pero el trabajo era el trabajo.
– ¿Por qué no vamos por la calle del Parque? –sugirió la señora, un poco atemorizada con tanto alboroto.
–No es mala idea, mamá. He oído que lo han declarado Parque Nacional. Y venía en la guía de los nuevos planos de la ciudad que nos han dado en recepción. –La muchacha había estudiado a conciencia toda la información sobre la ciudad en donde había acudido con su madre para ver al ídolo de ambas, que cantaba en el Teatro Olimpia aquella noche.
–Como quieran –se limitó a decir Arturo, cambiándose de mano los dichosos trajes, que eran incómodos de llevar.
La calle del Parque había sido declarada Parque Nacional porque era un ejemplo vivo de la biodiversidad en hábitat urbano, según palabras del ministerio. En efecto, semáforos para automóviles y bicicletas, pasos de cebra para peatones, carriles para bicis y aparcamientos de zona azul, con máquinas expendedoras que podían controlarse con sutiles mecanismos para aumentar las horas de aparcamiento, formaban tal variedad vial que era un ejemplo para la convivencia ciudadana. Además, los estorninos, aves consideradas un símbolo más de la ciudad, habían escogido, tras la tala de los árboles del parque que delimitaba aquella calle, los semáforos y señales de aquella calle para posarse y saludar desde allí a los viandantes.
Desde los colegios aledaños y la Escuela de Magisterio, alumnos de todas las edades organizaban visitas a la calle del Parque para observar a las distintas especies que convivían en aceras y calzada. Análisis científicos, estudios sociológicos y estadísticos que nacían de las aulas universitarias se daban la mano con un ramillete de dibujos de los niños de Infantil y Primaria y un haz diverso de redacciones y escritos de alumnos de Secundaria y Bachillerato. Los más pequeños, aquellos que se habían criado en una zona peatonal de la ciudad, aprendían de manos de sus maestros en aquella atmósfera cargada de sorpresas en la que todo podía ocurrir. Muchos de ellos veían por primera vez en acción aquellos vehículos de cuatro ruedas que ya no podían encontrar cerca de sus hogares.
Por fin llegaron al hotel. Esa tarde noche cantaba Raphael en el Olimpia y la señora no quería dejar ningún cabo suelto. Dejó a la niña con las bolsas y al conserje con los trajes y llamó al simpático y musculoso muchacho antes de que desapareciera por la calle. El ingenuo de Arturo pensó que ahora venía la propina. Se equivocaba.
-Mira, chico –la estirada de la señora miraba con firmeza al muchacho-, no quiero entretenerte más. Solamente quería preguntarte si sabías si esta tarde va a haber otra manifestación como la que ahora hemos visto. Lo digo porque tengo la intención de acudir al concierto con el vestido negro que he comprado, y no me gustaría…
–La marea negra no se manifiesta nunca en fin de semana, no se preocupe. –Era indignante lo de la pija aquella. El chico quiso tomarle el pelo porque se lo merecía. –Hace bien en preguntar. La actuación de Raphael del viernes tuvo que ser suspendida porque el buen hombre, que se alojaba también en su hotel, al recorrer a pie los metros que lo separaban del teatro, se vio arrastrado por la marea negra y no hubo forma de dar con él entre toda aquella muchedumbre con camisetas negras.
–Qué alivio. Entonces me vuelvo tranquila. Raphael en nuestro hotel. Tengo que hablar con Piluca.
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